Un destello en medio del abismo

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Un viento helado refrescaba la suave piel en las mejillas de Matilde mientras le revolvía los cabellos

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Un viento helado refrescaba la suave piel en las mejillas de Matilde mientras le revolvía los cabellos. Ya no recordaba cuánto tiempo había estado de pie allí, sin mover ni un músculo. Su mirada se mantenía fija en el oscuro abismo que tenía frente a sí, como si aquella negrura la hipnotizara. Desde el fondo del precipicio, se escuchaba el sonido de una voz aterciopelada que susurraba su nombre.

Aquel ente invisible no se cansaba de invitarla a entrar en su morada hecha de sombras y silencio. El llamado misterioso resonaba en la mente femenina desde hacía varias décadas. La mujer había intentado ignorarlo durante muchos años, pero sus esfuerzos por resistirse resultaban cada vez más débiles. La insistencia de la voz incorpórea era tanta que la determinación inicial de la dama estaba por extinguirse. La ciega obediencia ya no le parecía tan descabellada.

De manera repentina, una densa nube de neblina empezó a formarse a espaldas de la señora. Desde su núcleo emergió una silueta varonil. El hombre avanzó con celeridad hacia donde ella se encontraba. El rostro desencajado del visitante revelaba la desesperación que bullía en su interior. El varón le hablaba a gritos, pero la mujer se comportaba como si no escuchara nada de lo que él decía.

El cuerpo femenino se empeñaba en desobedecer las órdenes dadas por el cerebro. El letargo de los sentidos no le permitía ni siquiera girarse para mirar al varón. Sus ojos inexpresivos continuaban enfocados en las profundidades del acantilado. El persistente balbuceo de las tinieblas obnubilaba todo vestigio de cordura en Matilde. No podía romper las cadenas invisibles que la aprisionaban.

—¡Por favor, regresa! ¡No lo hagas! ¡Escúchame, te lo suplico! ¡Esto es un gran error! ¡Espera! —clamó él, a voz en cuello.

Cuando el hombre por fin logró tocarla, las puntas de sus dedos intentaron aferrar el brazo femenino. Sin embargo, apenas alcanzó a rozar la mano izquierda de la dama. Un súbito malestar en la cabeza lo obligó a ponerse de rodillas, jadeante. A pesar de lo fugaz del contacto, la ligera fricción fue suficiente para que Matilde abandonara el misterioso trance.

Al girarse, su mirada clara se encontró de lleno con la del padre de Darren. Aquellos ojos pardos despertaron en ella decenas de memorias grises que le contristaron el alma. Un torrente de sufrimiento le nació de las cuencas y se deslizó por sus mejillas hasta empaparlas. A pesar del llanto, la dama se obligó a proferir las palabras que amenazaban con calcinarle la garganta.

—Ya no quiero seguir escondiéndome, Matías —declaró ella, sin poder controlar el timbre desgarrado en cada sílaba pronunciada.

El señor Escalante extendió un brazo una vez más pero, justo en ese momento, el aro dorado que traía en el dedo anular derecho comenzó a calentarse. La temperatura aumentó hasta el punto de abrasarle la piel. El hombre solo pudo aullar de dolor. A partir del humo que nacía de su quemadura, la figura de Rocío fue materializándose de manera veloz.

Unos pocos segundos después, la mujer se plantó en frente de su esposo. Aunque el varón estaba herido y rabiaba de dolor, se incorporó para abrazar a la dama desafiante. No hubo rastros de duda en él, incluso parecía disfrutar de la tortura de la que estaba siendo víctima. Ni siquiera se detuvo para mirar cómo se apagaba todo el brillo en los ojos de Matilde.

Sonata de medianoche [De claroscuros y polifonías #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora