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Aquella mañana me había levantado mucho antes de que el bullicioso  despertador sonara en las penumbras de mi habitación, irrumpiendo mis tan bellos y escasos sueños, y solo  para traerme a este mundo donde nada  era lo que parece,  ni mucho menos aun lo que yo deseaba ver.

La noche pasada había sido una de las más terribles, tal vez la peor de todas en mi vida. Conciliar el sueño se  me hizo una tarea imposible, así que me la había pasado dando vueltas sobre mí mullido lecho, de lado a lado, envuelto entre las sabanas blancas que terminaron hechas jirones; hasta que por fin caí en un sueño poco profundo en donde pude soñar como solía hacerlo: con sueños de opio, sueños irreales, tan lejanos como las estrellas.

Había intentado, vanamente, alejar el lacerante dolor en mi corazón que arremetía sin piedad alguna, a cada instante, y a la culpa que parecía complacida de germinar en mis adentros y carcomer mis entrañas. Pero todo había sido en vano. Aun estaban ahí; lo peor de todo era que mucho más latentes y persistentes que al principio. Había llegado a la  indudable conclusión de que no podía ser de otra forma, no para mí.

Me sentía francamente mal por lo todo que pasaba; por lo todo que percibía a mis alrededores a grandes y burdos rasgos; por lo que, inconscientemente, había dejado que creciera y se expandiera lo mas lejos posible, como una mala hiedra, sin la más mínima posibilidad de alcanzarle y ponerle un alto. Pero todo, absolutamente todo: el dolor, el sufrimiento, la pena, los remordimientos y la vergüenza se acrecentaban considerablemente al darme cuenta que, conforme transcurrían los días, ese sentimiento que anidaba en mi, crecía aun más, demasiado a decir verdad y de que se alimentaba de un pequeña e insignificante esperanza, depositada en algún lugar de mi abrumado corazón.  Sí, todo empeoraba, día a día; mucho más aun,  al darme  cuenta que una parte de mí deseaba, con ansias profundas, que este sentimiento no desapareciera, que nunca se fuera, que estuviera ahí, latente, vivo, demostrándome que sabia amar; tal vez equivocadamente, pero que lo sabia hacer y que mucho mejor aun que aquellos que tiene la oportunidad  de hacerlo y la han desperdiciado con torpes errores, con actos absurdos que solo llegan a lastimar al ser amado.

¿Pero cómo cambiar lo que parece estar escrito sobre piedra, en el libro de la vida? ¿Cómo cambiar el curso de un río, cuando las aguas se han desbordado y ahora corren por el terreno a cuestas? ¿Cómo detener a un corazón que ama, loca, desaforadamente, como lo hace el mío?... ¡¿Cómo hacerlo?! ¡¿Cómo aliviar el dolor?! ¡¿Cómo dejar de amar?!

¡¿Cómo callar a mi corazón que ama por vez primera?!

Después de librar una batalla más con mi fuero interno salí de casa silenciosamente, como una oscura sombra que se desliza en las penumbras.

Camine como un autómata sobre el húmedo rocío, sintiendo cada gota sobre mis pies, que parecían ir descalzos y el aire frío del amanecer sobre mi rostro, en una frágil caricia que se desvanecía al instante.

Me acerque al automóvil de mamá, un mustang rojo que deslumbraba como un rubí. Al llegar a la  puerta inserte la llave, entre y arroje mi mochila al asiento del copiloto.

Mire mi reflejo en el espejo retrovisor. Por algunos momentos no me reconocí, era un total desconocido, pero después de algunos minutos de estar observándome pude ver, en las profundidades de mis ojos verdes, un pequeño atisbo de mi antiguo yo, de aquel que parecía ya no existir; pero  solo  era una insignificante pizca, nada a decir verdad.

Mi frustración creció. Tome el volante entre mis manos y deje caer la cabeza sobre el. Mis ojos se inundaron de lágrimas, pero las contuve como pude, sintiéndolas arder como gotas de ácido; hasta que una mísera gota me traiciona vilmente: cayendo de mis trémulos parpados y resbalando por mis mejillas.

El Otro Rostro de la Vida ➳ l.sDonde viven las historias. Descúbrelo ahora