CAPÍTULO 4: ¡SALVADA!

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Mediante las instrucciones de la tablilla de cristal, llegó a unas montañas del color de la plata que, sin embargo, se llamaban Montes Arenales. Efectivamente, el terreno parecía arena, pero de color plateado. Era como si hubieran rallado plata.

 Allí, el frío era insoportable, y ya el viaje no era tan agradable. Tara pensó que tal vez en ningún lugar de la Tierra hacía tanto frío como allí. Las manos se tornaron azules, moradas, negruzcas por el frío. Su aliento ya no le calentaba, pues ya salía helado. Y sus pies estaban hinchados.

Además, el terreno era demasiado arenoso y el gigante lobo albino se resbalaba fácilmente. En una de las pendientes tuvo que bajarla a pie, ya que si lo hacía a lomos del lobo, el animal podía perder el control y caer los dos. 

Seguramente era la única roca que había en todo aquel arenal con la que tropezó y  calló rodando por la pendiente hasta detenerse en un gran saliente. Y allí se quedó sentada, incapaz de levantarse, con una rodilla que sangraba y estaba rota. Se dio cuenta que los Montes Arenales se habían acabado, ya que a partir de aquel instante, todo se volvía a sus ojos rocoso y escarpado. Pero eso no era su mayor preocupación ahora mismo.

No sabía qué hacer, ella nunca se había roto algún hueso ya estaba asustada. La herida no paraba de sangrar, y había perdido mucha sangre. La tablilla de cristal se rompió por la caída, y perdió toda comunicación con la corte de Nerba.

"Ahora ya me dan por muerta en dos planetas diferentes. ¿Cómo he llegado aquí? Es como si ya no existiera... Tal vez pronto sea así"

Las lágrimas cayeron por su rostro. Antes se consideraba una muchacha dolida por la muerte imprevista de su madre de la cual no se enteró años después. Ahora, el coma y posible fallecimiento de su hermano, una misión que sin duda no era para ella, el hecho de morir en un planeta desconocido y congelada sin que nadie lo supiera... Sus restos se volverían parte de la tierra de aquel extraño planeta que odiaba ahora más que nunca. Ya nadie lo sabría.

 Esa misma noche hubo una gran tormenta, lo que hizo que estuviera al borde de la hipotermia, y lo provocó una fiebre alta que la causaba delirios. En un intento de salvar la vida y la dignidad, evitando la vergüenza del fracaso, trató de arrastrarse, pero era imposible. Corría el riesgo de darse con una roca en la cabeza. Además, sus energías no se lo permitían, y los pies y las manos ya no respondían. Y allí permaneció, completamente sola. Hasta el gran lobo albino se había marchado viendo que allí no tenía nada que hacer. Tal vez hubiera regresado al Palacio de Nerba y así se darían cuenta de que Tara estaba en problemas. Pero llegarían tarde, porque todo apuntaba a que no llegaría a ver el sol salir otra vez. Las estrellas que se veían desde Nerba, un cielo parecido al terrestre, serían los únicos testigos. Velarían su muerte hasta el final. Pero cuando ella muriera, helada, seguirían luciendo como si nada.

  No tenía ni fuerza para llorar, hasta que se quedó dormida y cansada debido a la fiebre, y esperó.

Cuando los brazos del sueño la mecían y los de la muerte la arrastraban, unos terceros brazos, corpóreos, la cogieron. Apareció un joven castaño, quien no debería estar en ese lugar a esas horas y, sin embargo, estaba. Al verla, la cogió en brazos y la llevó hasta un refugio entre dos árboles rosados, tal vez la única vida vegetal que veía en aquel paisaje inerte. La tormenta siguió tronando, y el chico siguió esperando a que despertara. Le había llamado la atención. Solo a él se le ocurriría salir en mitad de una tormenta nocturna a las montañas. Tal vez estaba tan perdida como él, o tal vez era algo más.

Allí, Tara tardó tres días en despertar, hasta que abrió los ojos. Se incorporó sobresaltada al ver al joven justo en frente, mirándola. Pero, como todavía estaba débil, volvió a caer enseguida.

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