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- ¡Ismael! –chillé y salté de un lado de la cama al otro, intentando evitarte a ti y a tus cosquillas.

Caí sobre mi espalda y tú a mi lado, con tu cabello rubio ceniza completamente desordenado. Giré sobre mí misma riendo, para peinarte.

Te quedaste estático, hasta podría creer que tu respiración por un segundo fue más lenta, tus parpados se quedaron bajos con tus pestañas doradas brillando a la luz de las cinco de la tarde que se filtraba por tu persiana. Te miré. A decir verdad, no es que lo hubiera decidido. Me resultaba imposible despegar mi mirada de tu rostro, mis manos de tus suaves hebras.

Una de tus manos subió hasta la mía, a tientas, y entrelazaste tus dedos con los míos.

Podría haber dudado de que ocurría en ese momento, de porque de pronto te comportabas así, pero realmente la ternura de tu tacto era tal que solo pude cerrar mis propios ojos.

Trazabas círculos por la piel de mi mano, subiendo levemente hacia mi muñeca y jugando con las pulseras de hilo rojo que la adornaban. Si suspiré, si dije tu nombre, si el mundo se incendiaba, si la casa se derrumbaba, yo no lo sabía. No sabía nada además de que no quería que ese momento terminara nunca.

Tú tampoco querías. Así lo descubrí cuando al vibrar tu celular, te limitaste a tirarlo de la cama con la mano que no destinabas a mimarme. 

Amor en gama de rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora