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De algún modo terminé con mi cabeza en tu pecho y tu acariciando mi cintura, con más cuidado del que te creía capaz.

Una virtud soporífera nos tenía como flotando, en la inmensidad del espacio en el que nada importaba además de nosotros y ese sentimiento de embriagadora ternura. Allí, acostados con los uniformes arrugados y sin artificio alguno, entre las montañas de papeles y borradores de un principio de proyecto y una decena de lapiceras de tinta escarlata.

Ahí mismo, a las cinco y veinte de la tarde, todo era perfecto.


Amor en gama de rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora