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Me senté en las escaleras de entrada de mi casa, con el gato del vecino de enfrente pululándome de un lado a otro. Sentí mi bolsillo vibrar, antes de que la melodía de una llamada entrante me anunciara el intento de entablar conversación de Taina.

Atendí al tercer tono.

- ¿Estás bien? –iba a mentirle–. No me mientas, ¿qué hizo Ismael?

- Nada... estaba coqueteando con la nueva de derecho.

- Ese idiota –escuché el grito de la madre de Taina, María, al otro lado de la línea. Mi amiga se separó el teléfono un poco de la cara–. Que sí mamá, ya cuelgo las toallas en el patio. Que no, que no, Lo cena en casa mañana. ¿Cenas en casa mañana, cierto?

- Seguro.

- ¡Sí, mamá!

- Me aturdes, idiota –ambas reímos.

La casa de Taina era como la mía propia desde el segundo año de secundaria, cuando ella se mudó y por alguna razón que aún a día de hoy desconozco, y nos volvimos pseudo-hermanas. Por eso mismo pasaba casi tanto tiempo ahí como en mi propia casa, por eso y porque vivía a dos manzanas del instituto, razón por la que iba a su casa casi todos los días apenas salía de clases (incluso aunque Taina aún no llegara).

- ¿Qué decía...? –la chica al otro lado de la línea lo sopesó por un segundo antes de empezar a hablar nuevamente–. ¿Por qué siquiera aún tienes esperanza con ese idiota? No te ofendas, Lo, pero...

- Lo sé, lo sé. 

Amor en gama de rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora