I. Tempestad

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La noche en que nació la niña se desató una gran tormenta sobre Marinet. Cobijados en sus casas, los pescadores observaban cómo intensas ráfagas de lluvia chocaban, implacables, contra el mar. Con las manos en la espalda, las piernas separadas y el semblante sombrío, sacudían la cabeza con superstición. Un cielo plomizo, amenazante, a punto de romperse en mil pedazos, se iluminaba en destellos. Rayos partían el horizonte. Sonidos de poder y de ira retumbaban atronadores. Y las olas se elevaban sobre las rocas hasta cubrirlas, creando gigantes blancos que aparecían y desaparecían igual que fantasmas. Vigoroso y ávido de tierra, el inmenso mar se balanceaba, como queriendo escapar. Apenas se distinguían los colores; todo era gris: gris y blanco espuma sobre negro. El mar era cielo y el cielo era mar, unidos en la tempestad. Ni un alma se veía en la playa, solo el agua cayendo y repicando a gusto sobre los tejados, las lonas y las barcas. Nadie, que estuviese en sus cabales, saldría a faenar esa noche. Se diría que el pueblo entero aguardaba la calma. Pero no fue así exactamente.

Pues hubo a quien no le quedó más remedio que abandonar el calor del hogar y aventurarse a la intemperie. En la línea de la costa y bajo la copiosa lluvia, la silueta de un hombre avanzaba a trompicones. Era esta la de un viejo pescador que, envuelto en un chubasquero, entraba dando un portazo en su casucha. Traía la ropa empapada y el ánimo tan escurrido como sus barbas, que se enjuagaba con afán, dejando un charco de agua a su paso. Dentro hacía calor, un calor espeso, agobiante, preñado de humedad y de un olor a cerrado, a aire viciado; la sala estaba en penumbra, a excepción del hueco de las escaleras del que salía una raya de luz que mostraba una pared desnuda y desconchada. Por allí asomó la cabeza de una mujer:

─¿Qué, viene? ─preguntó con ansiedad.

─No lo he podido encontrar ─respondió él, quitándose la gorra.

Tras una pausa, la mujer agregó:

─¿Y el boticario?

─¡Ese borracho! Nos haría más mal que bien ─bramó entonces el viejo.

La mujer se persignó y desapareció en el interior de la segunda planta. El viejo se quitó el chubasquero, lo dejó caer con desdén, y echó mano de una chaqueta de punto que, junto a una red de mano, pendía de un clavo en la pared. Luego buscó una vela y se detuvo frente a la ventana, a veces con la mirada perdida más allá de los nublados cristales, donde, distorsionada por la humedad, se adivinaba la costa; otras dirigiendo fugaces vistazos al hueco de las escaleras, acompañados de silenciosas negaciones y torceduras de boca, como el que espera el anuncio de una desgracia.

Mientras el viejo se enmarañaba en cábalas, unas calles más arriba, en el cruce de la plaza Mayor y la avenida, el tronco de un roble se partía alcanzado por un rayo. Y fue en ese mismo instante (segundo arriba, segundo abajo) cuando la tempestad, ya afilada su guadaña y no contenta con la vida de un roble en su haber, dirigió su mirada calle abajo, bordeando la costa, pasando muy cerca del viejo pescador y sus pensamientos, subiendo las escaleras y esquivando a la ajetreada mujer. Y, como a hurtadillas, aprovechando el estruendo de madera y rayos, vino a sesgar una vida más.

Poco después el aguacero remitió, dejando un ligero repicar de gotas rompiendo el silencio. Asomaron entonces algunos pescadores a inspeccionar sus barcas, oteando nerviosos entre la oscuridad. El que tenía huerto, suspiraba llorando a sus tomates. En casa del médico, su esposa lo recibía con un recado urgente. Se había demorado este en casa de un paciente, pillándole allí el temporal y, como hombre prudente que era, esperó a que amainara antes de aventurarse a las calles. Pero apenas pisó su hogar, ya tuvo que abandonarlo. Sin quitarse la chaqueta ni tomar una mísera cuchara de caldo, volvió a salir fastidiado. Cuando llegó a su destino solo encontró caras largas: nada se podía hacer ya:

─Habrá que buscar un ama de cría ─les dijo reconociendo a la criatura─. Por lo demás, la niña está perfecta.

El viejo asintió. Un relámpago iluminó unos segundos su rostro. Entretanto, Conchita ─así se llamaba la mujer─ levantó las cejas, ¡cómo si ella no hubiese pensado ya en ello! «menuda novedad viene a explicar este ahora, a toro pasado» pensó y abrió la boca para sugerir a la hija mayor de uno de los pescadores, que todavía amantaba a su segundo hijo, pero el médico se le adelantó:

─Una lástima lo de tu nuera ─continuó diciendo─. Mira, Ramón, no te vayas a culpar por esto. Aunque me hubieses encontrado a tiempo, poca cosa se podía hacer por ella. Cuando los partos empiezan torcidos...

El ruido de un trueno silenció la última parte de su perorata. Conchita, que se movía por la habitación recogiendo olla y toallas, incapaz de estarse quieta, todavía con los ecos del parto resonando en su cabeza, algo enajenada por la situación vivida a solas con la parturienta, sin nadie con quien compartir un ay o una mirada de consuelo y saliendo por vez primera de su naturaleza práctica y poco dada a disparates, tuvo muy claro a quién echar la culpa. Aunque por lo pronto se lo guardó para sí, no era momento de elucubraciones y había que averiguar muchas cosas: nodriza, mortaja, velorio y entierro, en ese orden de importancia. Salió de sus pensamientos cuando don Alejo, el médico, depositó la criatura en sus brazos. Conchita sonrió al mirarla: ella misma la había sacado de las entrañas de su pobre madre. Era una niña sana y delicada, pequeña, que arrugaba la frente y entreabría la boca buscando alimento, mostrando la punta de una lengua rosada.

Don Alejo se inclinó entonces sobre la cama y cerró para siempre los ojos de la madre, pensando en lo paradójico de la situación, donde la vida y la muerte debían de haberse rozado las capas, en aquel estrecho cuarto en el que apenas podían moverse sin tropezar con las patas de la cama o la robusta cómoda. Luego, alejando de sí esos pensamientos tan estrafalarios, miró alternativamente al viejo y a Conchita, para preguntar por el nombre de la pequeña.

Hubo entonces un breve silencio. El nombre de la madre, Clara, flotó invisible en el aire y casi pareció sonar en la noche. Aquello hubiese sido lo natural, por lo menos así lo creyó firmemente Conchita que, desde su posición a los pies de la difunta, con la niña en brazos, miró con suspicacia al viejo. Don Alejo hizo otro tanto, dándolo por sabido de antemano y esperando su confirmación. Pero, él, con una voz que pareció salir de una profunda gruta, susurró otro nombre:

─Ángela ─dijo dando un ligero golpe con la punta del pie, plantado en la puerta y cubriendo el umbral con su altura.

La incrédula Conchita repitió el nombre por lo bajo, mascándolo con desprecio: «¡Qué disparate! ¡y con la madre de cuerpo presente!» Miró entonces con impotencia al médico, esperando, quizá, un apoyo de su parte. Pero a este no pareció importarle demasiado, tan bueno era un nombre como el otro: Clara, Ángela o Paquita, tanto daba. Así que nada objetó ni nada dijo, sin embargo, se acercó a la criatura para inspeccionar, uno por uno, los dedos de sus pies, por si acaso la naturaleza se había dejado algún pedazo por completar. Satisfecho en su examen y tras asentir varias veces, se dirigió a ella sonriendo:

─Ángela ─le dijo cubriendo sus piececitos con una de sus manos─. Así que no pudiste esperar a que escampara, pequeña tunante.

Fue decir la palabra escampar y la lluvia acometió de nuevo sobre las ventanas, para no parar en toda la noche y parte del día siguiente. Y fue ese el principal tema de conversación durante el velatorio, junto a la avidez de la niña por vivir, según explicaba a ratos la nodriza, en sus apariciones en la húmeda sala mortuoria. Dijeron las vecinas que la lluvia se había quedado a velar a la difunta, y que no se iría hasta verla enterrada y exequiada. Y no se equivocaron. Porque todo el entierro transcurrió bajo agua, hasta el punto de que el anciano párroco, don Anselmo, tuvo que guardar cama durante las dos semanas siguientes, y de poco no lo cuenta. Ahora bien, fue terminar las exequias y llegar el enterrador con su pala, cuando unos tímidos rayos de sol iluminaron las cruces y las blancas lápidas; y los asistentes, aligerados, pudieron cerrar sus paraguas y regresar paseando a sus hogares, o a donde fuese que se dirigiesen.

Todo esto se lo contó Conchita años después, sin ahorrarle ningún detalle. Le dijo aquello que en su día, y por prudencia, se guardó. Y era que una tormenta mató a su madre, que la tormenta tuvo la culpa. Que el médico nunca llegó a tiempo y que la tormenta tuvo la culpa. Ella no: la tormenta. Luego se lo explicó su abuelo: le dijo que a su madre la mataron los falangistas. Que su padre se fue a la guerra y que su padre no llegó a tiempo. Y que los falangistas tuvieron la culpa.


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