XVII. Banyoles

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Al término del relato le siguió un tenso silencio. La muchacha no lo perdonó ni lo despreció, solo era que no entendía muchas de las cosas que le había contado. Todas esas siglas, esas andanzas por lugares que solo conocía de oídas, ese deambular en la noche, le impresionó. Por una parte, entendió que no hubiese podido volver a casa por su situación de republicano y desertor. Pero habían pasado muchos años de aquello y pensaba que podría haber vuelto a por ella mucho antes, con la tranquilidad de un apellido cercano al régimen. Quizá tuvo miedo de levantar sospechas, o de que alguien le reconociera y le delata, razonaba en silencio, ¿Pero por qué había venido ahora y no un año o dos antes? Mientras tanto su padre intentaba adivinar en el rostro de su hija su estado de ánimo. La veía pensativa pero no indignada y eso le levantó el ánimo.

No sabiendo qué decir o hacer, Ángela tomó la mano de su padre:

─Tienes los mismos ojos que el abuelo. La primera vez que te vi me pareció que te conocía de algo, pero no te relacioné con él. También tienes las mismas cejas revueltas y canas. Sin embargo, sois tan diferentes... pasé mi niñez soñando con tu vuelta, te imaginaba atravesando las colinas con un petate a cuestas, flaco y desfallecido cómo los hombres que había visto regresar al pueblo del frente. Cuando me hice mayor comprendí que habías muerto y me resigné a la orfandad. Me alegro de que estés vivo, aún a costa de haberte perdido cuando más te necesitaba. Yo también tuve que sobrevivir de niña, sin Conchita y sin el abuelo. Todavía lo echo en falta. Nunca he querido tanto a alguien como lo quise a él, nunca me he sentido más segura que viviendo bajo su techo. Pero las cosas nunca ocurren como las imaginamos. Regresaste al fin, sin petate a cuestas y con un apellido diferente ¡quién lo hubiese dicho!

En esos momentos tocaron a la puerta y, después del permiso del señor Sagnier, Asumpta entró en la salita sentándose a la izquierda de su marido, mirando a uno y otro con una interrogación en la mirada. Su marido la tranquilizó apretándole la mano.

─Ya lo sabe todo, querida. No te preocupes, que no ha salido huyendo.

Ángela sonrió a la señora y luego se dirigió a su padre.

─No, no he salido huyendo. Pero lo haré si no me cuentas más detalles ─miró titubeante a la señora Sagnier─ especialmente en lo que concierne a mi madre.

Pasaron el resto de la tarde hablando del pasado. La señora Sagnier pronto se sintió una intrusa y los dejó solos, no sin antes darle un beso en la mejilla a Ángela. Hablaron del abuelo, de su carácter, le explicó muchas cosas de su madre y le prometió darle una fotografía suya que se llevó a la guerra y que aún conservaba en su casa de Banyoles.

─Tienes que venir a pasar unos días con nosotros, al lago. Estamos solos casi todo el año. Yago siempre está de viaje y la única compañía que tenemos en la del condenado Josep y la lela de su esposa. Antes teníamos a tu hermana...

─Me hubiese gustado tanto conocerla... pensar que todos estos años tenía una hermana y sin saberlo...

─Y a mí que os conocierais. Debí de haber dado este paso muchos años antes. Perdóname, hija.

Ángela no dijo nada. Le hubiese gustado preguntarle por la causa de su muerte, pero no se atrevió a ser tan indiscreta.

Los Sagnier permanecieron dos semanas en Can Estrada pasando casi todas las veladas con Ángela, la mayoría de veces en Can Estrada, otras visitándola en el ayuntamiento. Doña Eulalia estaba entusiasmada con el giro de acontecimientos que se le habían presentado a su prima. En seguida distinguió a Assumpta Sagnier como una señora que, aunque venida a menos, de buena cuna, y el hecho de tratarse con ella le agradaba. No atinaba a explicarse cómo el padre de Ángela había conseguido casarse con semejante señora «estas señoritingas son muy caprichosas, lo mismo se le antoja un pescador, que un soldado o algo peor ─razonaba ella en sus análisis internos─. Y siendo viuda, allí en esa casa perdida, sola, la muy fresca... si es lo que decía mi abuela, las que parecen más modositas luego son las peores... pero en fin, casados están... ya se encargó el hermano ya... y suerte de ese embarazo, si no, a este lo hubiesen fusilado fijo... en fin... unos que nacen con suerte...»

MarinetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora