El padre Braulio descansaba en sus habitaciones cuando le anunciaron la noticia. El médico había marchado hacía apenas una hora, dejándole unas píldoras, dieta suave y algunas palabras de ánimo. Todavía se encontraba febril, pese a ello había recibido con paciencia ─y una sonrisa resignada─ todas las visitas que, a lo largo del día, se habían presentado a preocuparse por su salud. Fue Alfonsa, la mujer que se ocupaba de la parroquia, quien le comunicó la nueva sin preámbulos ni paños calientes.
─Han fusilado a un pescador, en el muro del cementerio ─dijo santiguándose.
El padre se incorporó con lentitud y pidió a Alfonsa que le aclarara lo ocurrido. Ella no sabía nada más que eso, que lo habían matado y se acabó. Se levantó de la cama y de un armario de cortinas sacó una sotana decidido a salir. San José, con el niño en brazos y un lirio en la mano, le miraba piadoso desde el cuadro que presidia la estancia.
─¿Va a salir usted con esa fiebre? pero si la cosa ya está hecha, allí no habrá nada que hacer...
─Voy a ver, Alfonsa, a ver que se puede hacer. ¿Deja familia?
─Una nieta deja, sí... pobre niña...
Salió Alfonsa de la habitación volviéndose a santiguar, cosa que hacía ante el menor menoscabo, ya fuera al cruzarse con un gato, ver chocar las olas contra las rocas, o un derrame accidental de sal. El padre Braulio se colocó la sotana no sin dolor y, mientras se abrochaba la interminable fila de botones, pensaba en lo poco oportunas que eran las cosas en aquel pequeño pueblo, donde nunca pasaba nada, para llegar a ocurrir, precisamente, el día en que estaba para sopitas calientes y poco más. Antes de salir cogió de la mesa el devocionario que, junto a una estatuilla de la Virgen del Carmen ─patrona de los marineros─, una biblia abierta por la mitad y un rosario, descansaba sobre un tapete de ganchillo, que protegía la suave madera barnizada.
Cuando llegó a las afueras del cementerio encontró a medio pueblo allí reunido, alrededor del cuerpo sin vida de Ramón, que habían tapado con una sábana. Los guardias ya habían marchado, dejando órdenes al enterrador de hacer uso de la fosa común. El enterrador se quejaba diciendo «qué fosa común ni qué leches, si aquí no han fusilado nunca a nadie» Algunos pescadores insistían en enterrarlo dentro del camposanto, pero el enterrador no quería desobedecer las órdenes recibidas y se planteaba hacer él mismo «una fosa de esas» No se ponían de acuerdo y volvían a discutir. Ni siquiera el padre pudo convencerle de esperar a ver si podían enterrarlo dentro «Perdone usted, padre. Ya ve como las gastan estos guardias, no quiero ser yo el próximo que ocupe el hoyo» dijo, y con gesto de fastidio se puso a cavar cerca de unos matorrales. El padre, mareado y sin fuerzas, bendijo a Ramón y rezó unas oraciones arrodillado junto al cadáver. Después escuchó con paciencia cada una de las versiones que los allí reunidos relataban. «Por un cesto de pescado, todo por un cesto» decían «No fue el pescado, fue esa lengua que tenía, ¡la lengua lo mató!» y «Se veía venir, padre. Ya se lo dije yo una noche a mi mujer ¿No es verdad que te lo dije, Teresina?» Harto de tanta charla preguntó por la niña que había quedado huérfana. Le tranquilizó escuchar que había quedado a cargo de Mercedes, y hacia su casa se dirigió.
Estaba ya oscureciendo cuando llegó a casa de Mario. En la puerta encontró al niño sentado en el suelo, pensativo, mirando a sus hermanos jugar con una caja de cartón. Al ver llegar al padre se hizo el despistado y miró hacia otro lado, sin saludarle. Él no se le tuvo en cuenta y le acarició la cabeza al pasar, gesto que fastidió a Mario. Dentro estaba Mercedes con su marido. Ella atareada en los fogones, él sentado en una silla con la cabeza baja. El vapor a olla rancia se extendía hasta la puerta, empañando los cristales y disolviéndose en el frescor de la ya casi noche.
─¿Y la niña? ─preguntó el padre desde el quicio, con las manos apoyadas en ambos lados.
─¡Padre! ¿Cómo usted por aquí, con esa fiebre? ¡Siéntese por dios, que se me va a desmayar! ─dijo Mercedes al verlo tan desmejorado.
Hizo levantar a su marido de la silla, pues era la única que no estaba rota, y el padre Braulio se sentó protestando. El marido salió a fumar a la puerta, mirando de reojo al párroco, en el que no terminaba de confiar, además no la tenía todas consigo con esa manía que le había entrado a su mujer con andar todo el día en la parroquia.
─Se ha enterado usted, ¿verdad?... ¡Ay, padre!
─Me enteré de todo, Mercedes. Solo venía a preguntar por la niña, por si podía hacer algo por ella. Me alegra tanto que te hagas cargo de la pobre... dios te lo pagará con creces...
Mercedes bajó la vista avergonzada y continuó removiendo la olla, donde una cebolla y un trozo de pescado bailaban bullendo entre mucha agua.
─Está arriba, acostada. A la pobre no le salían ya las lágrimas y se ahogaba en hipos, pobrecita mía. Le di unas hierbas de la Teresina y se quedó dormida... tan agotada estaba...
─Entonces lo sabe...
─Lo sabe. El bruto del lechero llegó anunciándolo a gritos. Mucha leche y poca sesera, eso es lo que tiene... se me partía el alma viendo su carita. La pobre quedó muda, padre, no dijo ni media palabra, solo miraba hacia el mar, como si su abuelo estuviera allí, a punto de volver... la tuve que engañar con quién sabe qué cosas para llevarla arriba, toda hecha una esponja que estaba... ¡Ay! ¡Qué día! ¡qué tarde! ¡qué vida esta! Como dicen en los libros, ¡qué valle de lágrimas! Salimos de una y nos vienen veinte al asalto ¡Ay, señor, qué sinvivir!
─No te apures más, Merceditas. De todo se sale. Que eres tú muy sentida... y muy buena...
─No lo soy, padre. Le prometí... ─bajó la voz─ lo cierto es que no puedo hacerme cargo de la niña. ¡Si tengo a siete demonios! Malabarismos hago todos los días para alimentarlos y vestirlos... habrá que encontrarle otra casa... aquí apenas cabemos, ya ve usted qué pequeño es esto... esta noche dormirá con las pequeñas. Imagínese cuando sean grandes, tres mozuelas en esa cama... que no, que no va a poder ser, con todo el dolor de mi corazón, pero las cosas son como son, no puede una darles la vuelta por más que quiera.
─Me hago cargo de tu situación, aunque te pido que lo pienses. Yo ayudaría en lo que pudiera... no me gustaría que la mandaran al orfanato, que sería lo más probable. Esos sitios son un infierno, Merceditas, sé de lo que hablo... ¿No tiene más familia?
Iba Mercedes a decir que no, pero se quedó callada unos segundos, mirando pensativa a la cuchara de madera.
─... Pues sí... sí que la tiene ─dijo tapando el caldero y secándose las manos en delantal─. Pero olvídese usted...
─¡Qué me voy a olvidar! si tiene familia habrá que ir a buscarlos.
─Pues no va a tener que ir usted muy lejos. Su madre era prima de doña Eulalia, la mujer del alcalde. ¿Cómo se queda?
─Por lo pronto más tranquilo. Mañana iré a ver que se puede hacer.
─Pues que dios le acompañe... y le guarde...
Sin embargo, esa noche el padre Braulio sufrió una recaída en su enfermedad, y tardó semanas en visitar la casa del alcalde. Aquel asunto de la pobre niña huérfana, como él la llamaba, le provocó un reconcome en el estómago que poco contribuyó en su mejoría. Cada vez que le subía la fiebre, tenía pesadillas con orfanatos de suelos con olor a lejía y frías paredes en las que el cuadro de San José ─que tanto le gustaba mirar en su habitación, y que por caprichos de la mente allí aparecía siempre─, giraba y giraba enloquecido hasta caer al suelo. En su infancia había conocido bien esos lugares, y su mención parecía haber revuelto sus recuerdos, hasta el punto de que en aquellos sueños confundía su identidad con la de la niña, hasta llegar a creer que era él mismo quien volvía a estar allí internado.
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Marinet
Historical FictionAño 1936. La guerra civil ha estallado en España. En un pequeño pueblo de pescadores, cerca de la frontera francesa, nace una niña en medio de una tempestad. Con su padre desaparecido y su madre muerta, Ángela luchará por sobrevivir en una España gr...