En los jardines de Can Estrada, cerca de los acantilados, en el centro de un pequeño bosquecillo de pinos, había un banco de piedra que formaba medio círculo, grisáceo y cubierto de hollín, que Louisa visitaba a menudo. Le gustaba sentarse allí a última hora de la tarde y, luego, cuando se cansaba de mirar las rocas partiendo el cielo, solía levantarse de un salto y bailar girando las manos como las andaluzas, o bien se encaramaba sobre el banco y lo atravesaba de puntillas, haciendo equilibrios y giros. Era aquel su sitio de recreo particular y todos en su familia respetaban sus momentos de soledad junto a su banco, su hollín y su cielo escarpado.
Cierta tarde de finales de agosto, después de una tormenta rápida y furiosa, Louisa, que había estado contemplando la lluvia desde la ventana con fastidio y aburrimiento, decidió bajar a su rincón. Había salido el sol. Primero lo hizo como un borrón en una pizarra gris plata, después un azul desvaído fue desplazando a la plata y terminó por despejar de niebla al astro, haciéndolo brillar sobre el banco con toda la energía del verano. Aún este seguía mojado y más gris que nunca, rezumaba humedad y ni siquiera el sol podía arreglar su desaliño.
─Perdone, señorita. Creo que me he perdido ¿dónde demonios está la casa?
Louisa, que estaba a punto de subirse al banco ─ya que sentarse significaba arruinar su falda─ y bailar con su particular estilo «a la sevillana», se sobresaltó y buscó tras ella al dueño de la voz. Era la de un desconocido y a la vez un conocido. Ángela le había hablado de él a menudo y lo había visto de lejos en el pueblo. Según ella eran una especie de novios sin serlo del todo. «No hay compromiso ni anillo ni pedida ni nada que se le parezca» le había escuchado decir a su amiga «además después del verano se irá a saber dónde, aunque, mientras tanto...» ese mientras tanto dejado en suspenso, aquel «carpe diem» que con alegre despreocupación pronunciaba Ángela, ese «que me quiten lo bailao» que Louisa le envidiaba en secreto, ya que era ella la que más mundo había visto y con más gente se había relacionado y, sin embargo, Ángela, sin salir del pueblo y siendo un año más joven que ella, había sido la primera en enamorarse.
Louisa señaló al norte girando la cabeza en una pose estudiada y le mostró un camino bordeado de lluejo. Lo miró de soslayo. Llevaba el típico pantalón ancho de pescador y una camiseta de cuello abierto. Sostenía un paquete que por su olor dedujo que era pescado y, con mucha educación, le indicó donde se encontraba la cocina. Pero justo cuando el muchacho le estaba dando las gracias y caminaba hacia la casa, Louisa decidió acompañarlo.
─Creo que tenemos una amiga común ─le dijo poniéndose a su altura en dos saltos. Mario aminoró el paso.
─Ajá.
─No pareces muy hablador. Eso viene a corroborar esa leyenda que cuentan sobre los marinos de por aquí. Dicen que sois de poca palabra y de mucha fantasía.
─Los fantasiosos son los menos, no te creas, te aseguro que el resto pisamos con los pies firmes en la tierra... em, señorita ¿Gertrudis?
─¡Louisa! ¿Es así como te ha dicho Ángela que me llamo?
─Ah, no. No hablamos mucho de ti, nada. No la regañes, quizá si tenga algo de fantasioso, al fin y al cabo.
Habían llegado a la cocina y el chico se despidió con un gesto.
─Hasta otra, Gertrudis o como sea que te llames ─dijo entre carcajadas.
Pero ella hizo como si no lo escuchara y volvió a su rincón y a su banco. Pese a que el banco seguía húmedo se sentó, cruzó ambas piernas sobre él y apoyó la cabeza entre las manos, pensativa.
ESTÁS LEYENDO
Marinet
Historical FictionAño 1936. La guerra civil ha estallado en España. En un pequeño pueblo de pescadores, cerca de la frontera francesa, nace una niña en medio de una tempestad. Con su padre desaparecido y su madre muerta, Ángela luchará por sobrevivir en una España gr...