V. Doña Eulalia

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El cargo de nuevo alcalde recayó sobre un comerciante de nombre Tomás Mandíll, dueño de dos pequeñas manufacturas dedicadas a la anchoa y al corcho.

Aunque a Tomás no le había interesado nunca la política, se afilió al partido falangista a instancias de su esposa, doña Eulalia. Mientras otros asistían atónitos al devenir de los acontecimientos, la doña no se conformó con quedarse de brazos cruzados y pasó a la acción, guiada por sus potentes glándulas olfativas, en las que tenía una confianza ciega y presumía infalibles. Así el feliz matrimonio, dueño de algunas anchoas y no pocos corchos, colaboró con los franquistas en lo que estuvo en su mano durante la guerra. Como a Tomás no se le conocían simpatías por partido alguno, se le dejó tranquilo. De esa manera, y en la sombra, fue su esposa tejiendo su red, guiando a su marido por aquí y por allí, internándose por esos raros laberintos del interés y las relaciones con una astucia asombrosa. Hallando al final de la guerra, y con los vencedores de su parte, una recompensa que iba mucho más allá de lo ambicionado.

Fue el día del juramento de su esposo el más dichoso en la vida de doña Eulalia. Se presentó al acto con sus mejores galas. No logrando decidir si ponerse una cosa u otra se las puso todas de golpe, dejando a su paso un fuerte olor a alcanfor. Entre capa y capa de ropa descansaban las perlas heredadas de su abuela, que no sacaba del joyero nada más que para limpiar. Bien merecía aquel día la excepción. Así se incrustó el collar entre blusa y rebeca. Y con el espíritu de su antepasada, henchida de prendas y de satisfacción, asistió a la ceremonia. Con una única palabra haciendo eco en su pensamiento: «¡Memorable! ¡Memorable!».

Un año después, una mañana de otoño, un poco antes de la hora del almuerzo, en una casa señorial situada en el centro del pueblo, con vistas a la plaza del ayuntamiento, cuyo suelo empedrado acogía en su centro a una gran encina, admirada por los ancianos por su hermosura y por los pequeños a causa de sus robustas ramas, el señor alcalde echaba una de sus habituales cabezaditas matutinas. Hacía ya más de un año que era dueño y señor de semejante privilegio, los mismos que disfrutaba de la casa. Si aquellas paredes pudiesen hablar, sin duda recordarían con espanto la mañana en que doña Eulalia hizo su aparición, con el fin de inspeccionar la propiedad. Lo primero que asomó por el vestíbulo, mucho antes de su marido y de ella misma, fueron sus fosas nasales, cubiertas por sendas aletas dilatadas hacia arriba, receptivas siempre a cualquier estímulo. Luego aparecieron sus ojillos: inquietos, pequeños, vivarachos, de espesas pestañas y mirar descontrolado como el de los pájaros. No debió de gustarle lo que vio, porque su boca ─que era una raya─ se torció hacia un lado. Como mujer resuelta que era, se enfrentó al desorden y la falta de higiene ella misma, sin pedir ayuda a las mujeres del pueblo. No dejando rincón a salvo de sus instintos olfativos, consiguió en pocas jornadas lo que otras conseguirían en semanas; una total ausencia de polvo y abandono: relucientes los muebles, translúcidos los cristales. Lista para acoger a sus nuevos habitantes.

En la habitación de techo alto, situada en la segunda planta, donde aquella mañana el alcalde daba su cabezadita, sólo se oía el suave roncar de este. Tenía Tomás una facilidad asombrosa para dormirse en cualquier sitio, hora, o circunstancia. En aquellos momentos su postura no invitaba a la relajación. Permanecía derecho, sentado, con los brazos estirados y la barbilla pegada al pecho. No era una pose que le favoreciera, ya que mostraba una cabeza rala, poblada apenas de cuatro hebras negras, algo húmedas, peinadas hacia un lado. Sus labios carnosos se ondulaban al dejar pasar el aire, ahora hacia afuera, ahora hacia dentro. Despertó de golpe con el ruido del abrir de la puerta, llevándose la mano al estómago que ya reclamaba su almuerzo. Sin embargo, no era el almuerzo el que le visitaba, sino su esposa que, con cara de aburrimiento, le anunciaba un visitante.

─Ya está aquí otra vez ese pescador, el de las barbas... ─dijo haciendo una rápida inspección por la estancia, buscando una mota de polvo o un objeto fuera de lugar. No encontrando nada, clavó los ojos en su marido.

MarinetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora