XIII. Verano

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Mario, que tenía previsto volver a embarcarse a mediados de agosto, apuró el verano entero en Marinet. Entretanto, Mercedes acariciaba en secreto la posibilidad de que se instalara allí de manera definitiva, si no de párroco, como a ella le hubiese gustado (hacía años que había renunciado a ese sueño), de lo que fuera, pero en el pueblo. Al contrario que su madre, Mario jamás apartó de su cabeza el plan de las petroleras. Cada mañana, al asomarse a la ventana para ver el estado de la mar (costumbre enraizada como el respirar), en el temprano clarear del día, ya hubiera marejada o calma, imaginaba a aquellos buques petroleros ─entrevistos una sola vez en su regreso a España, en el puerto La Guaira, allá en Venezuela─ deslizarse lentos como atardeceres, soñando con el día en que formara parte de esa alpargata gigante, contenedora de un líquido más valioso que el oro, y que a tantos hombres había convertido en ricos de la noche a la mañana. Aunque, y por el momento, posponía su partida. Mientras, cedía al embrujo de los suaves días de estío. Solía tomar prestada la barca de su padre e invitaba a Ángela, o alguno de sus hermanos, a ir con él. Otras veces salía solo y, ya de vuelta, al cruzar el umbral de su casa, su madre le recibía con una mirada elocuente, de soslayo, que venía a resumir su viejo y resobado discurso, ahora barnizado en resignación y silencios.

Si era Ángela quien le acompañaba en la barca, tomaba el muchacho una actitud temeraria, tirándose al mar y haciéndose el ahogado, hasta que Ángela se enfadaba y juraba en voz alta que era aquella la última vez que salía con él a navegar, recordándole que con la mar no se juega, que la mar es rencorosa y se acuerda de todo. Entonces Mario se encaramaba al casco con ojos implorantes, la piel morena brillando bajo el sol, el pelo chorreando y partido en dos pedazos limpios y, cayendo sobre la cubierta en un estruendo de agua, le abrazaba por la espalda y le besaba el cuello con ímpetu.

Después hablaba y hablaba de petroleras. Que si las petroleras esto, que si ya verás, que si la ruta aquella y la de más allá, que si el comercio del crudo, que si un oficial le dijo un día... y Ángela, aburrida, pensaba: «ya estamos con la matraca» e intentaba cambiar de tercio. Porque, a esas alturas, empezaba a odiar a los buques, a las petroleras y al petróleo mismo. Y si iba a casa de Mario y, por casualidad, se encontraba a solas con Mercedes, en un gesto de complicidad o de consuelo, y con mucho aspaviento de manos, se desahogaban ambas poniendo a caldo a la peste aquella de las petroleras y a la madre que las matriculó a todas.

Y el verano no terminaba. Caminaba con su cálido aliento: xino-xano, xino-xano, lento, lentísimo, arrastrando olores calle arriba y abajo. Y cuando Ángela se sentaba en la orilla con Mario le parecían las olas serpentinas blancas. Entonces cogía una caracola y se la acercaba al oído y le sonaba a hueco como las voces de los muertos. Pero eso no la asustaba, porque vivía en un ensueño involuntario. Y si entraba en su cuarto a buscar algún objeto, invariablemente se tenía que parar a pensar qué había venido a hacer allí. También le pasaba en la cocina, y en la despensa, y en el despacho del alcalde. Porque Mario lo ocupaba todo, hasta el silencio. Hasta el silencio ocupaba y tenían sus besos la frescura del agua y la calidez de las brasas y la furia de las tormentas, todo eso tenían y un poquito más. Y se sentía confusa, y a la vez emocionada, como si todos los días estrenara ropa nueva.

Así andaban las cosas cuando los Soler regresaron de Francia. El mismo día de su llegada, Louisa envió la siguiente nota al ayuntamiento:

Querida amiga. ¡Ya estamos en casa! Sube cuando antes. Tengo tantas cosas que contarte que me arde la lengua de la impaciencia. Si ves que hace demasiado calor pide al alcalde que te suba en coche, el nuestro todavía está cargado de trastos y de compras ¡hemos dejado Perpignan sin existencias! Solo los libros del tío Eduardo ocupan medio maletero. Tuvimos miedo de descarrilar por las curvas en la vuelta, pero fue muy divertido y no nos mareemos ninguno ni siquiera el tío. Menos mal que papá envió por correo buena parte de los bultos, sino me temo que hubiésemos muerto aplastados. Pero tu regalo está a buen recaudo, lo llevé sobre las rodillas junto con las cajas de sombreros. Me muero por enseñarte todo. No tardes en venir.

P.D. ¡No tardes en venir!

No había terminado Ángela de leer la posdata, cuando su prima se la arrebató de las manos. La leyó como quien lee un parte de guerra. Luego llamó a voces a su marido:

─Ya puedes coger el coche y subir a la niña a Can Estrada, que me entere yo de lo que se han traído estos del extranjero para tanto alboroto.

Pero lo que se habían traído no era nada del otro mundo, si acaso la serie Rougon-Macquart de Zola, alguna cosa de Rosseau y de la comedia humana de Balzac, todo ello ya a salvo en la torre del tío, aunque por mucho que se lo hubiesen puesto delante de las narices a la doña, no los hubiese distinguido de un inofensivo libro de recetas o una novela de Paul de kock (que también habían comprado, por cierto)

Y fue en la torre donde Ángela halló a Louisa, ayudando a al tío a desembalar los libros. Sobre el escritorio había varias láminas enrolladas: acuarelas de paisajes y algún aguafuerte de figuras extrañas y sombrías. El tío las desenrolló una por una con orgullo, mientras Louisa parloteaba explicando su hallazgo a todo detalle. Había un óleo magnifico del castillo de Colliure, pintado a vivo color y en trazo grueso; acuarelas impresionistas de aguas como espejos; jardines punteados donde las señoras paseaban con sus sombrillas... deslumbrada por la luz y el color pensó que en Francia debían de estar siempre en primavera, como eso que decía Mario del caribe y su perpetuo verano. Sin embargo ella prefería, con mucho, la discreción del otoño, con su eterno retorno a la verdad de las cosas, su tenue luz rojiza, sus plácidas tardes.

Tiempo después, cuando se cansaron de admirar láminas, Louisa le entregó su regalo. La observó abrirlo con expectación. El souvenir ─así le llamó su amiga─ era un traje de baño a cuadros vichy, pero, a diferencia que los que se usaban en España, este dejaba la pierna totalmente al descubierto y se ataba al cuello con un lazo. Le pareció la pieza de ropa más encantadora que había poseído nunca. Eso fue hasta que Louisa le enseñó lo que se había comprado para ella: un dos piezas a topos.

─No te atreverás a ponértelo.

─Ya verás que sí, me haré pasar por turista ─. Y colocándose unas gafas de sol empezó a balbucear con acento extranjero.

Así fue como, entre novedades y trajes de baño, se le hizo a Ángela la tarde un soplo y cuando por fin se le ocurrió mirar el reloj y vio lo avanzado de la hora, solo entonces se acordó de Mario. «Seguramente me habrá estado esperando en la playa toda la tarde ¡ay!» Y al bajar a trote por el polvoriento camino de curvas, todavía recalentado por el sol de la jornada, se le hizo extraño el hecho de no haberlo nombrado ni una vez en la velada junto a Louisa. También fue extraño no encontrarlo en la playa, ni en la plaza, ni en la avenida. Por primera vez en semanas pasaba un día entero sin verlo. Luego una cena fría en la cocina y el interrogatorio de su prima sobre las vacaciones de los de Can Estrada. Que dónde se habían alojado y con quién se habían relacionado. Que si vaya marranada le habían traído de Francia, con la falta que le hacían manteles para el ajuar, que iba a tener ella que ponerlo todo de su bolsillo.

─Y no es que me importe, que para eso te he tratado siempre como a una hija. Nadie podrá decir que me he andado con remilgos a la hora de comprarte un encaje. Ni una queja a salido de mi boca en siete años, que se dice pronto. Pero digo yo que tanta amistad y tanta visita, con ese camino de curvas, que ya se podían haber buscado otro sitio para construir esa casa, bien valdría algo más que un bañador de saldo, que por no tener no tiene ni sus buenos tirantes, ni su buena faja, ni un forro como dios manda... alguna ganga que habrán pillado de camino... a mi me van a engañar...


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