III. Ramón

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Antes de la guerra, cuando ella todavía no había nacido y su padre era aún un muchacho, era su abuela la que se encargaba de la venta del pescado. Paseando con su abuelo por la avenida, este le explicaba que aún le parecía verla con su cesto y su garboso andar, gritando más alto que ninguna; y que era su rostro lo que primero veía al regresar del mar, que guisaba el pescado como nadie, y que tenía la casa llena de macetas y de flores. Le hablaba de hijo Luis, el padre de Ángela, de cuando lo llevó por primera vez a pescar y de lo espabilado que le había salido. Un año entero llevaban sin saber de su suerte; más de dos sin verlo.

─Y esta guerra que no acaba nunca ─se quejaba entonces, maldiciendo a los fascistas.

Porque de todo tenían ellos la culpa. Si tenía un mal día de pesca: la culpa era de los fascistas. Cuando en el casino perdía a las cartas, daba un golpe en la mesa diciendo que le mareaban los partes, que apagasen el dichoso aparato o se lo daba de comer a los tiburones, que así no había quién se concentrase en la jugada. Luego, dejando a sus paisanos con la boca desencajada, se recomponía la gorra de un manotazo y salía a la calle, murmurando.

Ellos aún no lo sabían, pero ya corrían los últimos meses de guerra. Ese invierno, que se apoderó de Marinet de la noche a la mañana, fue recordado por su crudeza. Habían disfrutado de un otoño cálido, soleado y seco, hasta bien entrado el mes de diciembre. Pero antes de navidad llegaron las lluvias, y con ellas el frío, las heladas y el temporal. Empezó entonces a escasear el pescado; de la carne ni se acordaban. Con el mercado negro fuera de su alcance y lo poco que los payeses vendían; el lío con el dinero republicano, que si ahora valía, que si ya no, que ya no sabían si tenían cinco pesetas o no tenían nada, el día que Ramón se hacía con una lechuga, podía darse con un canto en los dientes. Conchita a veces se las ingeniaba para conseguir un poco de pan blanco o, cambiándola por pescado, una patata. La pelaba, metía las mondas en agua hasta que se ponían blancas y luego las freía. A Ángela le gustaban las mondas fritas, decía que eran como gusanitos.

En aquellas largas tardes de invierno, que Ángela pasaba sentada en el suelo, junto a la pequeña chimenea, añorando el calor del sol, con la luz de las brasas crepitando en las paredes y envuelta en el viejo chal de su madre, su abuelo la distraía narrando historias de la mar. Se le ponían entonces los ojos así como soñadores, y la ronca voz se le suavizaba, bajándola cuando la narración lo requería y subiéndola de pronto asustando a Ángela. Le hablaba de una isla fantasma que aparecía y desaparecía de manera misteriosa: porque en realidad no era una isla, sino una enorme ballena, con el dorso cubierto de arena. Dragones marinos perseguían navíos, soplando fuego sobre ellos. Y sirenas traicioneras seducían a incautos pescadores, hasta hacerlos enloquecer. Otras veces se ponía muy serio y era entonces cuando hablaba del mar: el más poderoso de todos los dioses. Temible cuando se enfadaba y más temible aun cuando estaba en calma.

─Nunca te fíes de un mar en calma ─le decía con solemnidad─, porque es la madre del temporal.

Conocía cientos de leyendas, que adornaba con detalles sacados de su imaginación, llenándolas de color, olor y paisajes exóticos. Conchita hacía muecas si por casualidad le oía contar aquellas fantasías a la niña. A ella le gustaba llamar a las cosas por su nombre y el resto le parecían pamplinas, propias de cabezas huecas. Delante de Ramón se tragaba sus opiniones como quien traga gusanos ─no quería ella problemas con el abuelo de la niña─. Pero una vez este salía por la puerta, aprovechaba para poner las cosas en claro, en su sitio, como a ella le gustaban.

─Sí, esas historias están muy bien para los poetas y para los que no tienen otra cosa que hacer. Pero a nosotras, ¿de qué nos sirven? ─decía mostrando las palmas de las manos─. ¡Dos manos útiles! ¡una buena cabeza sobre los hombros! ¡ése es mi cuento! El que me dé un sitio donde dormir, y pan, y salud. A los sueños se los llevan las olas y no dejan nada más que desilusión, Angelita, acuérdate bien, nada más que desilusión.

MarinetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora