XVIII. Tío Eduardo

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Ángela los siguió con dificultad, por miedo a romper el vestido que estrenaba. Ellos no tenían ese problema, pues llevaban pantalón corto y suéter de punto, por no hablar de sus cómodas zapatillas. El camino terminaba en un estanque artificial de aguas turbias. Allí encontró a ambos niños tirados sobre la hierba, señalando a los peces que nadaban en sus aguas enlodadas, echándoles trozos de buñuelo desmigado y llamándoles por nombres imaginarios. Se sentó con mucho cuidado al lado de Louisa. Esta la miró fastidiada.

─¡Qué repipi! Si quieres ser mi amiga tendrás que ponerte otra cosa. Mi madre quiere que lo seas, porque aquí no tengo a nadie con quién jugar y mi hermano pronto marchará a estudiar fuera, aunque de todas formas nunca quiere jugar conmigo. Cuando vivíamos en Francia sí tenía muchas amigas y siempre llevábamos bermudas y boinas. Cosas chic. Ahora no puedo ir porque hay guerra, no la de aquí, la otra más grande. No me gustan los vestidos. No te lo pongas más.

─A mí sí me gustan ─contestó ella herida en su orgullo. Aunque más adelante logró convencer a la doña de hacerse con unas zapatillas y unos pantalones cortos.

─Qué rematadamente tonta eres, Louisa ─dijo su hermano─. Te mereces quedarte sin una amiga, sola de por vida, como la abuela.

─O como el tío Eduardo. ¿Te gustaría conocerlo, Ángela? Vive en la torre, con sus libros. No en esta, en esta vive la abuela ─señaló el muro que se atisbaba entre matorrales─. Él vive en la otra. Mi padre los puso así porque no se soportan... ¡y eso que son madre e hijo!

Se levantó de un salto y los miró sonriendo. Marcos siguió tirando migas a los peces, ignorándola; Ángela también se hizo la despistada mirando hacia la lejanía. Entonces Louisa le pasó un brazo por la espalda, agachándose a su lado.

─Ya no me importa si llevas vestidos, era broma. ¿Somos amigas? ¿Quieres?

Su hermano hizo una mueca de desprecio con la boca.

─Haced lo que queráis, yo me voy a ver a los perros. El tío Eduardo me aburre.

Y se marchó trotando camino abajo. De esa manera no le quedó más remedio que seguir a Louisa. Por un atajo entre matorrales llegaron hasta el ala opuesta, entrando a la casa por las cocinas y saliendo luego por un corredor que comunicaba con la torre. Ya allí, se detuvieron a coger aliento frente a una estrecha escalera de piedra.

─Una cosa, ¿hablas francés? ─le dijo Louisa con voz entrecortada.

─No...

─¿Nada? ¿Ni bonsoir?

─Nada.

─Vaya, una pena. Al tío Eduardo le gusta recitar en francés.

Ángela se encogió de hombros y puso un pie en la escalera.

─¿Y ruso?

─Tampoco. ─Respondió y subió un peldaño más, con ganas de saber que habría allí arriba.

─Espera, otra cosa. No se te ocurra nombrar a una tal Bovary.

─¿A quién?

─Olvídalo. Una de un libro, vamos.

Subieron innumerables escaleras haciendo pausas para asomarse a las ventanas, donde se divisaba el mar. Ángela no lo había visto nunca a tanta distancia, ni con esa engañosa quietud: no le parecía que aquel fuese su mar, ni el de su abuelo. Se preguntó qué habría pensado él de la familia Soler y su enorme caserío. Intuyó que nada bueno. Subieron unos cuantos tramos más y llegaron a una sala que se abría en arcos de piedra, de suelos desnivelados y paredes desnudas.

MarinetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora