XIX. Navidad

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Corrían los últimos días de otoño. Las despensas se surtían de conservas de atún y de tomate, de compotas de manzana y calabaza; mermeladas y carne de membrillo, pimientos asados e higos confitados. Los inviernos eran duros en Marinet y convenía ser prudentes. Los pescadores sacudían la cabeza observando la costa y muchos eran los días en que volvían de vacío, y cuando se cruzaban con sus mujeres no les quedaba más remedio que reconocer su mala suerte, porque siempre se trataba de mala suerte, o de barcas hechizadas.

─Hoy no ha habido suerte ─decían con resignación, dándole la espalda a un mar embravecido y azotado por el viento.

Y la brisa marina se arrastraba tierra adentro, llena de humedad, penetrando en el corazón de las cosas: tabiques, suelos y huesos; ondulándose por las rendijas, abarcándolo todo en su suave y lento recorrido, hasta llenar el último rincón todavía sin conquistar. Se encendieron las primeras chimeneas y se abrieron armarios largo tiempo olvidados, saliendo de ellos botines, chales y mantas de lana. Marinet, antes luminoso y vivo, palidecía y se apagaba en grises, se espesaba en gotas de agua y molestos vientos que, en los días de lluvia, hacían girar los paraguas.

Una desapacible mañana de diciembre, el padre Braulio apareció en la sala donde Ángela y Mario recibían su lección acostumbrada. Les dijo que esa semana no habría cuadernos ni libros y, con cara de misterio, los llevó a la iglesia. Allí encontraron a Alfonsa, con las narices metidas en el interior de una caja de cartón, de la que sacaba figuritas pintadas, pasándoles con suavidad un paño. Bajo la mirada curiosa de los niños, Alfonsa sacó pastores, ovejas, lavanderas, herreros y un señor en cuclillas con los pantalones bajados. Sacó a José, a María, al niño en la cuna y a los tres reyes magos. Por último, y con gran ceremonia, desenvolvió un ángel de alas blancas, de mayor tamaño que el resto, que no dejó tocar a nadie más que al padre Braulio para, con un hilo, suspenderlo encima del nacimiento. Al pie del altar dispusieron una mesa con un grueso paño aterciopelado. Sobre él depositaron arena, hierbajos y piedras, simulando el suelo. Luego, el padre Braulio se las ingenió para construir unas fachadas de cartón pintado, y, al fin, dejó que los niños colocaran el resto de figuras, para consternación de Alfonsa, que lo había venido haciendo todos los años. Pero apretó los labios y no dijo palabra, estando días enteros refunfuñando en los fogones, imaginándose toda clase de calamidades ─desde un ángel de ala rota, hasta la virgen hecha pedazos─ que le quitaron el sueño. No obstante, una tarde antes del día de navidad, no pudiendo más con el reconcome y farfullando un «¡acabemos!» entró sigilosa en la iglesia. Aunque las figuritas se conservaban enteras, a Alfonsa se le estiró la boca cuando vio cómo estaban colocadas. Horas más tarde, durante la misa del gallo, sentada muy derecha en la segunda fila, miraba con satisfacción al belén, ahora dispuesto a su gusto y antojo.

Ese año la navidad se celebró por todo lo alto en el ayuntamiento, porque así lo quiso doña Eulalia. Y cuando algo se le metía en la cabeza, no había quién le convenciese de lo contrario. Ante el fastidio de su marido ─que hubiese preferido una cosa más modesta─ insistió en invitar al padre Braulio, al cabo Cornejo, e incluso a los señores Soler (que rehusaron la invitación con una sonrisa incrédula) y a todo aquel que consideró adecuado. Durante toda una semana tuvo al servicio sacando rincones, frotando cristaleras, bajando lámparas y aireando cortinas. En el comedor grande montó ella misma el belén, que hizo traer a su marido de una renombrada tienda de Barcelona, cuyas figuras eran del doble tamaño de lo habitual, que ella dispuso en riguroso orden de importancia, dándole el aspecto de un tablero de ajedrez.

Tenía en aquellos días la mujer del alcalde un qué sé yo en el rostro de ternura secreta, de un sonreír enigmático. Parecía que toda ella se había dulcificado, como si la hubiesen untado de ese néctar mágico de las colmenas, exclusivo de las abejas reinas. Ya no había tirantez en su boca. Los ojos se le habían relajado, como embriagados de un secreto que solo ella conocía. Visitaba con frecuencia la parroquia, casi tanto como Mercedes, que no se tomó muy bien a esa nueva devota del padre Braulio. Con él hacía planes para obras de caridad, que luego nunca llevaba a cabo. Se confesaba dos veces por semana, más maniática que nunca por la limpieza ─ya fuese por fuera como por dentro─ saliendo del confesionario con el alma barrida y fregada.

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