II. Marinet

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Cuando Ángela echaba la vista atrás, cuando intentaba reproducir en su memoria sus primeros recuerdos, sugestionada por las historias de su abuelo y la charla de Conchita, casi le parecía haber sido testigo de esa famosa tempestad que se llevó por delante a madre y roble. Claro que eran figuraciones suyas. Sin embargo, sus primeros recuerdos estaban íntimamente ligados al agua, al mar, a las barcas y a su abuelo. Por ejemplo, se acordaba con riqueza de matices y sensaciones del día en que su abuelo la llevó a conocer a Aurora.

Ella creía entonces que Aurora era su abuela ─se lo había dicho Conchita─, pero no fueron al cementerio, sino a la playa. Allí le señaló una barca, varada a la orilla del mar. Tenía el nombre de su abuela pintado en morado; el casco en dos colores: verde y blanco. Ángela pasó sus manitas por la popa, extasiada; luego se fue a estribor dando palmas de ilusión. Olía a sal y a pescado y la arena caliente enredaba sus pies descalzos, haciéndola caer. Tomándola en brazos, su abuelo la sentó en la barca «quédate quietecita», le dijo. Entonces empujó a Aurora y salieron a la mar. Le preguntó si tenía miedo: ella dijo que no con la cabeza, porque había nacido de la tormenta y nunca tenía miedo. No fueron muy lejos, pero aquel día Ángela conoció el mar. No el mar de los bañistas que chapotean en la orilla, sino el verdadero mar.

Debía de ser muy pequeña, pero recordaba el balanceo de la barca bajo sus piernas como si fuera ayer. Y por supuesto a Conchita, asomada a la ventana, sin peinar y todavía en camisón, gritándole algo a su abuelo, malhumorada, porque, como siempre decía, hasta que no se tomaba su café, no se le dulcificaba el carácter. Y bien cierto era.

Conchita fue la madre que no tuvo, la tía que le faltó, y la amiga con la que siempre pudo contar. Viuda desde muy joven, se había entregado ─sin que nadie se lo pidiera─ al cuidado de Ángela. Ya fuera por la amistad que había mantenido con la abuela de la pequeña, con la que había convivido puerta con puerta durante su niñez e incluso después de casada, o por, como ella decía, haberla traído al mundo con sus propias manos, la cosa era que su relación con la niña estaba más cerca de la de una madre, que la de una simple vecina, como era el caso, pues solo les faltaba compartir techo, sin embargo, un grueso tabique las separaba. Su abuelo había comprado la casa a plazos, recién casado con Aurora, instalándose poco antes de nacer su único hijo, Luis, el padre de Ángela. Conchita, que no tardó en seguir a su amiga al casarse con otro pescador, Juan Cruz, dispuso comprar la casa de al lado y así quedaron de nuevo como vecinas, estrechando más los lazos si cabe.

Cuando llevaba a la niña a pasear por la playa le explicaba que de jóvenes paseaban juntas, riendo siempre; y, bajando la voz, como en un secreto, le contó un día que conocieron a sus maridos una noche de San Juan, las dos a la vez, y que no se casaron el mismo día porque el cura no consintió. De aquel corto matrimonio de Conchita solo nació un niño, ya criado y crecido, el cual se casó y marchó a vivir a la ciudad, declarando que Marinet se le quedaba pequeño. Ella prefirió quedarse en el pueblo, en una casita modesta, heredada de su marido, muy parecida a la del abuelo; porque en Marinet todas las casas de pescadores guardaban parentesco.

Formaban una graciosa fila, a pocos metros del mar. Con sus fachadas encaladas en blanco, iluminadas por el sol; sus postigos de madera, de un azul pálido y rugoso, muy deslucidos por el salitre. También formaban callejuelas, estrechas y sombrías, cuyos suelos de piedra subían inclinados hasta su punto más elevado. En algunos tramos las casas se unían por arcos, y todos los callejones terminaban en la iglesia, como si no hubiese otro sitio donde llegar. Visto desde el mar, parecía Marinet un barco a vapor: siendo su chimenea la torre de la iglesia, que dominaba su centro; su cubierta: los tejados de pizarra; y las blancas fachadas que se extendían hasta las rocas, su casco.

Anclado entre mar y montaña, y de pocos habitantes, tenía el pueblo su propio raciocinio, sus leyes y costumbres, recelosas de cambios. Solo existía una manera de hacer las cosas y era, por supuesto, tal como las hacían ellos. Nadie, que viniese de fuera con aires de progreso, era mirado con simpatía. Y al que marchaba por mucho tiempo más le valía no volver y, si lo hacía, que fuera sin enredar demasiado. Les parecían aquellas montañas que les custodiaban un muro infranqueable, un atalaya que ocultaba quién sabe qué extrañezas. Y no era que desconocieran el mundo que se extendía fuera de sus fronteras. Muchos de sus pescadores se habían embarcado en largos viajes, atravesando océanos más allá del continente europeo y, sin embargo, no habían pisado Barcelona ni las ciudades de los alrededores, ni sentían deseos de visitarlas.

MarinetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora