X. Nada ha cambiado

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Al día siguiente, después del desayuno, Carmencita apareció por el ayuntamiento. Traía una invitación para merendar esa misma tarde en su casa:

─Madre lleva toda la mañana en la cocina ─le dijo a Ángela─. Está haciendo rosquillas, buñuelos, bizcocho relleno de crema... ¡nunca había visto tanta comida junta! ─exclamó conmovida─. Huele la casa entera a cielo; Mario ha traído cinco kilos de azúcar, quince de harina, café del Brasil ¡buenísimo! y hasta un cochino que compró en el puerto, pero a ese todavía hay que engordarlo...

─¡Cuánta generosidad! ¿Y ha arrastrado con el cochino desde Barcelona?

─No te burles, se lo cargaron todo en un vagón de mercancías; ahora conoce a mucha gente, no te creas. Como dice madre, está vivido, sabe del mundo. Anoche debiste saludarle, madre se lo tomó fatal.

En esos momentos el pequeño César apareció por el descansillo, llorando a lágrima viva; aquello la libró de dar explicaciones. Se despidieron con la promesa de verse por la tarde. La causa del llanto de su primo era el gato Misi. En los años transcurridos en el ayuntamiento no había logrado el pequeño ganarse la confianza del animal, que seguía evitándolo, con los aires de desprecio de un marqués y el mismo mal carácter del día de su llegada. Pero el niño había aprendido a amarlo en la distancia. Lo observaba lamerse las patas, restregarse contra las paredes, con ojos llenos de cariño. Si algún día tenía la ocurrencia de pasarle la mano por el lomo, el gato le respondía con una larga mirada de hastío y se escurría suavemente a la otra punta del cuarto, deteniéndose a medio camino para mirarlo como si dijera: «¿Qué? ¿satisfecho?» Y el niño suspiraba resignado, habituado a sus desplantes, esperando que, a fuerza de intentarlo, llegara el día en que le maullara por los pasillos, como hacía con su padre, el alcalde. Sin embargo, no fue un desplante la razón de su llanto. Llevaba el animal unas semanas alicaído, dejando el cuenco de comida a medio terminar, cabizbajo. Nadie en la casa se había fijado en el cambio anímico del animal, excepto César que, en su constante vigilancia, se conocía sus gestos y costumbres a la perfección. La noche anterior, cuando su madre fue a arroparlo, el niño, muy serio, le dijo:

─El gato está malo, mamá.

Esa misma mañana, mientras organizaban las tareas en la cocina, Anita, la doña y Gloria lo vieron pasear como un alma en pena por la despensa, olisqueando ─así sin ganas, como por la costumbre─ y tumbándose luego en el único rincón donde ya empezaba a calentar el sol de la mañana. La doña, acordándose de la conversación con su hijo, pensó: «pues sí que algo tiene el animal» Y mandó a la Anita a ponerlo sobre la mesa. Entre las tres lo examinaron, hasta dar con la causa de sus males: tenía un bulto del tamaño de una oliva en una pata. Anita negó con la cabeza:

─No durará mucho, a lo más tres meses.

─¡Pues a ver cómo le explico a mi hijo que se le va a morir el gato!

No fue necesaria la explicación, porque el niño, que gustaba espiar conversaciones ajenas, lo había escuchado todo. Aquella cosa del «morir-muerte» le pasó como un rayo por su temprano raciocinio; intuyendo, sin necesidad de aclaraciones adultas, su significado en toda su dimensión y trascendencia. Y no se quedó en el gato aquello del «morir-muerte», lentamente, en su imaginación, lo fue abarcando todo: plantas, animales, gentes... madre, padre, prima y hasta su misma persona. Morir-muerte los atañía a todos, razonó el niño. Imposible describir con palabras la losa que cayó sobre sus delgados hombros, el asombro y la desazón de su descubrimiento. Pasó todo el día suspirando, mirando con nuevos ojos a ese mundo caduco, perecedero, del que formaba parte; sintiendo una solemne simpatía por todas las criaturas vivas con las que se cruzaba ─que ya no le abandonaría nunca─ unidas a él por destino y suerte.

MarinetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora