XV. Era aquello... ¿Cómo lo diré yo? (pequeño homenaje a Galdós)

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Dos semanas después de la marcha de Mario, montada en el coche del alcalde y camino de Can Estrada, Ángela se preguntaba sobre su actual situación. El tiempo empezaba a teñir aquellas promesas en tonos desvaídos. Se miraba sus manos limpias, morenas, libres de anillos y entonces sentía de pronto un deseo irrefrenable de vivir novedades como en las novelas, de viajar, de bailar. Pero había otra parte de sí misma, mucha más fuerte y antigua, que solo quería una familia propia, esa que nunca había tenido y era entonces esa parte la que siempre terminaba por triunfar. Por ahora esperaría a Mario. Sería una más de aquellas mujeres de manos negras y delantal grasiento. Mario se le había atravesado entre las costillas y esa otra Ángela aventurera, por si sola, no disponían de la fuerza suficiente para arrancárselo.

En el vestíbulo se encontró con Raquel que al preguntarle por Louisa, le respondió con resignación:

─Están todos en le torre del tío.

─¿Leyendo?

─¡Ojalá! No, niña. Es que han traído por correo otro de los caprichos de tío Eduardo, una cosa asquerosa que huele a perro muerto.

─¿Un libro?

La gobernanta negó con la cabeza asqueada de pensar en el objeto aquel y Ángela se dirigió más que intrigada a la torre del tío Eduardo.

El objeto en sí era un curioso cuadro venido de Madrid. Y decían, si es que no habían engañado al pobre tío, que había pertenecido a Isabel II.

─¡Imagínate! ─le dijo a Ángela ─De la misma Isabel II, la del triste destino. Según mis pesquisas fue un regalo de una de sus protegidas ─bajó la voz─. Es un cuadro mortuorio, date, date tu cuenta del simbolismo... no le falta detalle.

─Tiene claros, tío, me da a mi que te han timado. Le faltan pelos por todos lados ─dijo Louisa.

Al acercarse Ángela al cuadro comprendió aquella queja del mal olor al que aludía la gobernanta. El cuadro olía a pezuña de cerdo quemada y a miseria vieja. Estaba hecho todo de pelos, pelos humanos y en varias tonalidades, del castaño oscuro a la plata ¿Cuántos años llevarían esos pelos ahí pegados y a quien habrían pertenecido? En definitiva, el cuadro daba pena de verlo y le daban ganas a una de prenderlo en una hoguera, bien lejos de cualquier hogar. Había llegado a manos del tío por recomendación de un anticuario amigo suyo que, harto de las quejas de su mujer (porque el cuadro olía que era un espanto), había logrado despertar el interés de su cliente. El objeto en sí era, en efecto, un cuadro mortuorio, como decía el tío, con mucha gárgola, ángeles, demonios, lunas, muchas flores y matojos, castillos, cielos nocturnos que venían a desmoronarse encima de un sauce llorón a orillas de un lago de plata y en medio de todo ello varios claros que dejaban ver un fondo ralo, como de cristal de purpurina, con pelos a medio caer y otros a medio pegar, pelos oscuros donde debían de ser solo plata, otros rubios enturbiando en cielo nocturno; se notaba que de restauración poca y de cuidados menos, y al fin, en el borde del cuadro, estaba la firma del autor, que era la de un tal Francisco de Bringas, que había tenido la santa paciencia de: primero conseguir todo aquel cabello de tonos tan variados, y luego las ganas de pegarlos uno a uno en aquel grecorromano artificio.

Pero tío Eduardo estaba extasiado con su cuadro de pelos. Decía que aquel tal Bringas debía de haber sido una especie de genio todavía por descubrir y que en unos años aquel cuadro podría valer un dineral. Se admiraba de la composición de la obra, de la perspectiva. ¡Y ese ángel! ¡A todo detalle! ¡y todo hecho con pelo y laca! ¿no os dais cuenta? ¡qué maravilla! ─decía y se llevaba las manos a la cabeza─ ¡qué buena vista! ¡y qué originalidad!

Después de aquello pasaron meses sin que ocurriese nada relevante. El otoño no sentaba bien a Marinet, parecía que una tristeza venida de ultramar se apoderara de sus habitantes y los aletargara durante semanas, hasta que terminaban por acostumbrarse a sus pálidos atardeceres y al llegar el mes de diciembre volvían a revivirse a sí mismos, como sí despertaran de un sueño profundo a fuerza de ventoleras. Fue por esa época cuando en Can Estrada se recibió una visita que nadie esperaba.

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