Meses después, siendo Mario un borroso recuerdo en su memoria, recibió con sorpresa una segunda carta, esta vez procedente de la República Dominicana. La tomó de las manos de Perico como si no supiese qué hacer con ella, intimidada por sus extraños matasellos en azul y rojo, que irradiaban un qué sé yo a ultramar y a novelesco. Le dio dos vueltas antes de abrirla, como queriendo aplazar su misterio: le parecía sostener un pedacito de lejano mundo, conocedor de otro sol, otro aire y otras voces.
La carta incluía dos cuartillas, escrita a dos caras y sin respetar los márgenes: la letra dispersa e indolente; los renglones con tendencia a la caída, como si marchitaran de repente a orillas del papel, que daban ganas de echarle un tónico por encima u ofrecerles unas palabras de ánimo. Sin embargo en su contenido no había asomo tristeza. Parecía haber sido escrita en diferentes jornadas, aunque solo constaba de una única fecha al inicio. Los párrafos solían empezar por un «Hoy hemos hecho tal o cual cosa» o «Ha sido un día de mucho ajetreo» como si en lugar de una carta aquello fuese un diario de abordo.
Terminada la primera cuartilla, ya bostezaba desilusionada: con excepción del «Querida Ángela» al inicio, la carta podría haber estado dirigida a cualquier persona del pueblo: desde el padre Braulio a la hija del lechero. Y estaba llena de términos desconocidos para ella, de trajines marinos que poco o nada le importaban. Pero, hacia el final de la lectura, encontró algo interesante donde recrear su imaginación. Le hablaba Mario de la nostalgia que empezaba a sentir por su hogar; de que a veces le parecía escuchar las voces de sus hermanos en sueños; de sus recuerdos de las mañanas de estudio en la parroquia, con la luz de Marinet nublando los muebles a través de los vidrios y la voz del padre Braulio flotando en el aire. Esto último, Ángela lo subrayó con un lápiz, considerándolo sospechoso y digno de atención, porque «¿qué nostalgia se podía sentir por esas eternas mañanas en la parroquia, encerrados a puerta y ventana y siempre rodeados de libracos y de cuentas?» «¡Aquí hay algo más!», pensó y tomando de nuevo el lápiz lo volvió a subrayar con fuerza, casi agujereando el fino papel.
Así cogió ella la costumbre de leer entre líneas, echándole imaginación a esos párrafos que caían como sauces, dándoles un brío y un romanticismo que los espabilaba en su flojera, aliviándolos de su monótono cuaderno de bitácora.
Más cartas llegaron y se fueron, atravesando océanos y montañas; cielos claros y negros; estaciones benignas y frías escarchas. Poco a poco fueron tomando tonos más personales, haciéndose más cálidas y detalladas. En ellas le hablaba de Ciudad Trujillo, con su zona colonial devastada por los huracanes y sus purpúreos atardeceres; de la bella Habana, ciudad nocturna de boleros y gramolas, de espectáculos y clubes de los que él no disfrutaba, limitándose a observarlo todo desde la distancia. Mandaba a su madre dos tercios completos de la paga, guardándose el resto para gastos personales e incluso decía ir ahorrando algo: «Para el que nunca ha tenido nada, cada céntimo ganado es poco menos que un preciado tesoro. No te imaginas cuánto se puede estirar la más humilde moneda si se tiene la firmeza necesaria. Pero no me creas un miserable. Cuando uno ha pasado hambre, no piensa en otra cosa que en ser precavido y reservarse...» Su favorita, y más releída, era una carta datada en enero, justo un año después del accidente de su padre. Le gustaba sobre todo cómo empezaba: «Querida Ángela: Aquí nunca es invierno.» Luego continuaba: «Hoy hace un año que el mar se llevó a mi padre ¡qué terrible y qué avaro es el mar de Marinet por estas fechas! En días así me alegro de estar lejos, aunque echo en falta a mis hermanos. Pero como te decía aquí no existe el invierno, o por lo menos no como el que nosotros conocemos. Las últimas navidades las pasamos en la república, en Ciudad Trujillo. El capitán nos alquiló unas habitaciones a buen precio, muy confortables, en casa de la nieta de unos canarios, que nos trató con mucho cariño. A pesar de que el día de fin de año nos echó a todos de la casa; ni siquiera el contramaestre, que es un hombre de mucho carácter, consiguió zafarse de ella ¡Y todo porque quería limpiar la casa de malos espíritus, para empezar el año con buen pie! Ya ves que cada lugar tiene sus costumbres. Completamos la limpieza bañándonos en la playa el día de año nuevo. ¡Si vieras la cantidad de caracolas que hay en estas playas!, son coloridas y mucho más grandes que las de Marinet ¿Todavía las recoges? Yo siempre te recuerdo así, descalza en la orilla, como eras antes de marchar al ayuntamiento... ¡pobre Ramón! Aquello no debió de ocurrir nunca. Pero hoy no debería escribir más, estas fechas me ponen triste y sin embargo...» Luego terminaba: «Cuantos más días, semanas y meses pasan, más gris me parece lo que he dejado atrás. Aquí el sol es más limpio; las sonrisas más anchas; la brisa más ligera. No tengo prisa por volver.»
Pasó otro año de correspondencia, de idas y venidas a casa de Mercedes y lecturas compartidas. Las cartas solían venir a raros intervalos (a veces llegaban dos o tres de golpe y luego estaban meses sin recibir una triste postal) Ese último año, Ángela frecuentó más que nunca la casa de Mario, ganándose el cariño de la familia y siendo tratada como una más y, aunque nadie lo dijera en voz alta, existía una especie de idea tácita entre ellos, dando por hecho que, antes o después, terminaría por formar parte de la familia. Especialmente se sentía muy unida a Carmencita, dos años menor que ella, con la que salía a pasear a menudo, siendo esta la encargada de llevar las cartas ─ocultas en el bolsillo del delantal─ al ayuntamiento, saliendo de la cocina con lo que fuera que Ángela pudiera requisar sin levantar las sospechas de Gloria: unas patatas, un manojo de zanahorias o un poco de harina o de azúcar.
En la víspera de la fiesta del cumpleaños de Louisa, estando Ángela en la terraza entreteniendo a su primo, vio a Carmencita aparecer en la plaza y mirar hacia arriba, haciéndole señas con los brazos. Bajó a la cocina arrastrando a César con ella, que ya andaba lloriqueando por la interrupción de sus juegos, y dejándolo al cuidado de Gloria, salió en busca de su amiga. Esta la esperaba con un papel en la mano; Ángela, creyendo que era una nueva carta de Mario, alargó la mano para tomarla.
─Ah, no, esta es nuestra, viene a nombre de mamá. Y no es una carta, es un telegrama. Llegó a primera hora de la mañana. A mi madre casi le da un ataque cuando se lo entregaron. Pero no te asustes, no es nada malo.
─¿Pero es de tu hermano?
─¡Claro!
─¿Y qué dice?
Carmencita sonrió y se balanceó de lado a lado, escondiendo el telegrama tras su espalda.
─No sé a qué viene tanto misterio. Anda, déjame leer ─dijo Ángela.
Con sonrisa enigmática ─y observando de reojo su reacción─, Carmencita le mostró el telegrama:
─Dice que ya es contramaestre y que vuelve a Marinet. Y que, si todo va bien, llegará a tiempo de ver arder al diablo.
Dicho esto, se despidió apresurada, gritando, mientras se alejaba, que debía ir a la parroquia a llevar la noticia al padre Braulio.
Esa noche Ángela sacó del cajón los tres paquetes de cartas de Mario, con la intención de repasarlas y añadir nuevos subrayados. Pero pronto se cansó de avatares marinos y las dejó de lado, entreteniéndose en observar su rostro a través del espejo que había sobre la cómoda, inspeccionando sus rasgos con ojo crítico. Después cogió el almanaque: «estamos a veintinueve de mayo ─pensó─; justo a un mes de San Pedro. Bueno, pues que venga si quiere. No pienso contar los días como una tonta.»
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Marinet
Historical FictionAño 1936. La guerra civil ha estallado en España. En un pequeño pueblo de pescadores, cerca de la frontera francesa, nace una niña en medio de una tempestad. Con su padre desaparecido y su madre muerta, Ángela luchará por sobrevivir en una España gr...