XIII. Un entuerto

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─Nos ha tocado la china con este padre Braulio ─dijo la doña a su criada semanas después, una vez este salió de su casa─. Parece mentira que venga de Gerona. ¡Ah! El obispo de allí sí que es un buen hombre de dios y por supuesto del régimen.... si vieras cómo dispone.... no le tose ni el alcalde. ¡Cómo maneja al pueblo! ¡Qué discursos los suyos! Y fíjate aquí a quién nos fueron a colocar... a un desharrapado ... sí, así te lo digo: un desharrapado que no sabe ni quiénes fueron sus padres. Lo que oyes, Anita. Pues no quiere ahora que me haga cargo de la niña del fusilado. ¡Ja! ¡Va listo!... oye, ni palabra de esto al alcalde... que ya sabes tú cómo es, que como le pille en un día de esos melancólicos es capaz de adoptarla y ponerla hasta en el testamento ¡el acabose! Eso: boquita cerrada.

Anita hizo el gesto de cerrarse la boca y continuó sacando brillo a las tazas. Por supuesto no diría ni media palabra, le gustaba llevarse bien con su señora y sabía cómo ganarse su favor. Era una muchacha joven, resuelta, coqueta, que agradecía cada prenda que la doña le regalaba, ya fuera una combinación o un pañuelo bordado, con las que se pavoneaba luego en las fiestas patronales. Ninguna de las dos tuvo en cuenta la astucia que ocultaban los bondadosos ojos del padre Braulio, porque no se dio por vencido, ni mucho menos. Hábilmente se presentó un mediodía en casa de los señores Soler, aceptando ─como él había planeado─ la consiguiente invitación a compartir mesa. En la comida, como era de esperar, salió el tema del pescador fusilado (porque ya nadie lo volvió a llamar Ramón, ahora era simplemente «el fusilado»); entonces aprovechó para dejar caer, así de pasada, el parentesco de la niña con la mujer del alcalde, dando por hecho que se harían cargo de ella, si es que no estaba ya viviendo en la casa del ayuntamiento. No tuvo que añadir nada más, con esa simple alusión las cosas se sucedieron tal como las había ideado. El señor Soler se encontró esa misma tarde con el alcalde y, elogiando la bondad de este y su esposa por acoger a la pequeña huérfana, le felicitó. Añadiendo que la trajeran una tarde a Can Estrada, pues tenía una hija de la misma edad y podrían compartir merienda y juegos. El alcalde ─que observaba al señor Soler con un respeto que rozaba el miedo─ quedó poco menos que petrificado. Recordó el parentesco que en efecto tenía su esposa con la niña y, en su inocencia, creyó que su mujer había arreglado el asunto y no le había dicho nada. Siguió la corriente al señor Soler, dando por hecho a su vez que la niña ya vivía con ellos y, tras agradecerle la invitación, se dirigió hacia su casa, con la sensación de que se estaba enredando en algún entuerto de aquellos que tan poco le gustaban.

─Eulalia, querida, no te conocía yo esa generosidad con tus parientes, ¿cuándo viene la niña, entonces? ─dijo esa misma noche a su mujer, mientras cenaban sentados cada cual en una punta de la mesa, por manías de la doña, a la que le agradaba ese gesto de distinción y empaque.

Su esposa, maldiciendo en su interior al padre Braulio, dejó los cubiertos sobre la mesa y se dispuso a disuadir a su marido de semejante acto de caridad, así fuese lo último que hacía en su vida.

─Bueno, parentesco... a cualquier cosa le llamamos parentesco. Puede que sí, que me preocupe por la niña, no te voy a engañar. Algo habrá que hacer por ella. Estoy pensando en internarla en el convento, la superiora era amiga de mi abuela y...

Al alcalde se le atragantó un trozo de Merluza.

─¿El convento? ¡Ya tenemos entuerto!

Su mujer lo miró con impaciencia.

─Esta misma tarde me he encontrado con el señor Soler ─continuó el alcalde─, y estaba convencido de que habíamos acogido a la niña en casa... no sé yo de dónde habrá sacado esa idea... Claro, yo le he dicho que sí, que por supuesto nos habíamos hecho cargo, porque es tu prima, Eulalia: llevar, lleva tu sangre. A ver con qué cara le digo yo ahora que la hemos mandado al convento... ¡si hasta me ha invitado a llevarla a su casa de merienda, para que frecuente con su hija!

La alusión a meriendas y visitas en can Estrada hizo a la doña dar un pequeño brinco de expectación. En los años que su marido llevaba al frente del ayuntamiento, apenas había visitado la casa en un par de ocasiones y se moría por aparecer por allí más a menudo. Pero no la invitaban, ni mantenían con ellos más trato que el necesario. Codearse con los Soler ─que pertenecían a una familia noble, con su escudo, sus armas, y su antepasado titulado─ era una de las aspiraciones más elevadas dentro de su imaginario de grandezas sociales. Sopesó los riesgos de acoger a la niña y por fin le venció la vanidad.

─En fin, Tomás. Pues te diré que hiciste bien ¡pobre niña! No, nada de conventos. Como bien dices lleva mi sangre. Poca, pero es sangre. Mañana mismo mando a la Anita a por ella. Sí, Tomás, que no se diga que no somos caritativos como el que más.

El alcalde suspiró más que aliviado y terminó de cenar tranquilo. No le molestaba la futura presencia de una niña en casa; a falta de hijos propios, incluso le agradaba la idea. Pero sobre todo le alivió haberse librado de un entuerto, y ni más ni menos que con el elegante señor Soler. Se recostó en la silla flotándose las manos, satisfecho con el desenlace.


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