XVII. Can Estrada

798 84 12
                                    


Ángela creía que su prima estaba enfermando. Pensaba que sin dejar de ser la misma, de repente le parecía diferente, aunque no sabía explicar de una manera exacta en que consistía el cambio. La veía más lánguida y la vez más alegre; las horas antes empleadas en llevar las cuentas de la casa, ahora las pasaba frente al tocador, tatareando melodías y cepillándose el pelo. Los papeles se amontonaban días enteros en su mesita sin que nadie los mirara. Luego, de pronto y sin venir a cuento, un día volvía la doña de antaño, poniendo la casa patas arriba, como una bestia que despierta de una larga hibernación y decide recuperar el tiempo perdido. Esos lapsus apenas duraban unos días y, lentamente, la bestia se adormecía de nuevo; volvían las melodías, los papeles formaban sus pirámides y la casa suspiraba de alivio.

Pero lo que de verdad preocupaba a Ángela eran las noches. Las habitaciones de ambas estaban separadas del resto y era la única que tenía conocimiento de sus rarezas, aunque no se decidía a hablar con el alcalde por temor a represalias. En ocasiones, despertaba sobresaltada a causa de los ruidos que llegaban del cuarto contiguo. Sentada en la cama, con las manos aferradas a las mantas y el cuello tenso, oía un abanico de extraños sonidos: suspiros y gritos amortiguados, a veces pasos, risas y murmullos entre los que distinguía el timbre agudo de la doña. Por la mañana, cuando la veía desayunar envuelta en su bata de puntillas, bañada por la claridad del sol matutino, en la normalidad de su salita floreada, se olvidaba de ello y casi le parecían imaginaciones nocturnas; hasta que volvía a suceder de nuevo.

Tomaban la primera comida del día solas en la salita de la doña, ya que al alcalde le gustaba desayunar en su despacho mientras trabajaba. Anita les traía una bandeja con café de puchero, leche para la niña y bizcochos; panecillos tostados y crujientes, mantequilla fresca y fruta del tiempo. Los desayunos a base de pan negro y anchoas secas le parecían ya algo muy lejano y casi se le había olvidado lo que era pasar hambre. Ahora tenía toda clase de alimentos a su disposición y había ganado peso, aunque apenas llevaba dos meses en la casa, sin embargo, seguía siendo una muchacha delgada si se comparaba con Louisa Soler, su nueva amiga. Tan solo habían pasado tres semanas desde su primera visita a Can Estrada y ya no había un día en que los Soler no mandaran un coche para llevarla a pasar la tarde con Louisa, para orgullo de doña Eulalia.

Todavía coleaban en su memoria las impresiones de su primera visita. Ataviada con un vestido que de tieso se sujetaba solo; un enorme lazo en la cintura seleccionado por su prima expresamente para la ocasión, y las trenzas oliendo a colonia, subió al coche del alcalde. Sentada atrás, con las faldas bien estiradas para que no se arrugasen y toda esa curiosidad ─ya vieja, amontonada en un rincón de su mente, casi mohosa─ por entrever lo que fuera que ocultaran esas verjas, se pasó todo el camino mirando sin ver por la ventana, ensoñadora. Cuando el motor del coche ya aquejaba el esfuerzo de las cuestas y el mal camino embarrado, ronroneando como un gato viejo, llegaron a la entrada. Como en un cuento, o un hechizo mágico, se abrieron las verjas, permitiéndoles ascender camino arriba, mucho más arriba, bajo una cúpula de frondosas ramas que, descomponiendo la luz, dibujaba el cielo en hojas doradas. Ángela, con las manos pegadas a los cristales, intentaba atrapar las ramas que rozaban al paso: le parecía estar a punto de entrar en un reino repleto de criaturas mágicas, esquivas, un mundo quizá contrario al de las leyendas de su abuelo, donde siempre había sirenas y criaturas viscosas con aires de venganza. Allí no, allí siempre permanecerían secos y risueños, comiendo frutas del bosque y jugando a esconderse entre la vegetación. Cuando Ángela ya se preguntaba cuánto más subirían y si llegarían a tocar el cielo, hizo el camino una curva tumbándola en el asiento. Se incorporó justo a tiempo para contemplar la aparición de la casa: entre arbustos y filas de geranios, Can Estrada se alzaba solitaria, sin ninguna otra construcción que molestara con su presencia. Dos torres coronadas por picudos tejados de pizarra gris la custodiaban. Bajo ellos, ventanales estrechos y estirados, de bellas cornisas color garbanzo, rompían la monótona palidez de sus muros. En el centro, la bella construcción se anteponía a las torres, como queriendo acaparar protagonismo. Se accedía a ella bajo un arco de piedra, soportado por dos robustas columnas ornamentadas, donde la hiedra trepaba ocultando parte del muro. Grandes miradores ovalados asomaban directamente al jardín, justo debajo de una balconada que atravesaba todo el ancho del edificio. A ella se asomó la señora Soler, saludándolas con la mano.

MarinetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora