XI. El queso americano

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Aquel verano se inauguró el reparto de la tardía ayuda americana en la parroquia. Hasta entonces las únicas provisiones llegadas del extranjero habían sido las argentinas, en forma de trigo ─e interrumpidas por impago─, y de la visita de Eva Perón en su gira por Europa. Excluidos del pan Marshall a causa de su gobierno ilegítimo, dejados de lado y despreciados por el resto de naciones, no representando un peligro para nadie, con un gobierno que se creyó autosuficiente, el pueblo agonizaba de hambre, miseria e inmovilismo, en una recuperación inexistente. 1953 supuso el fin del aislamiento. Digamos que el común anticomunismo, y sobre todo la posibilidad de instalar bases militares en España, hizo que el presidente norteamericano mirara con nuevos ojos al régimen. Hubo reuniones y finalmente un pacto. Para el pueblo aquello supuso una comida caliente, gratuita, que llegaba con eficiente regularidad y llenaba los estómagos.

Por las mañanas, a petición del padre Braulio, Ángela iba a la parroquia para ayudar a Alfonsa con el reparto; más tarde se sumó Mario que, habiéndose quedado ese verano en el pueblo, aludió no saber qué hacer con sus mañanas. Entre los tres organizaban el reparto. Alfonsa hervía agua en una cuba de aluminio, a la que añadía la leche en polvo. Aquellos polvos blancos fueron el asombro de todos durante semanas. Alfonsa los miraba con desconfianza y no hubo forma de que los probara ni una sola vez; incluso los primeros días se negó a prepararlos, hasta que el padre Braulio la convenció al beberse una taza en sus narices. Aquello la resignó, aun sin lograr que se dignara a tomarlos. Tampoco el queso americano obtuvo su aprobación. Era cremoso, blando, anaranjado, y venía en unas latas con un logo norteamericano. Decía Alfonsa que eso ni era queso ni era nada. Pero a los niños les encantaba. Lo tomaban acompañado de un cuscurro de pan que, normalmente, traían de casa.

De manera invariable Ángela y Mario terminaban la mañana enfurruñados. Ángela decía que siempre estaba en medio, molestando, y que más le valdría emplear las mañanas en otras cosas, que allí sobraba. Alfonsa tampoco veía con buenos ojos la ayuda del marino, al que de tanto tiempo ausente lo tenía por medio extranjero, y miraba sus espesas patillas con suspicacia. Herido en su amor propio, el muchacho se dedicaba a criticarlo todo: si a Ángela se le derramaba un poco de leche la llamaba chamita patosa; si se le escurría el cazo lo mismo, haciendo reír a los niños que esperaban en la cola:

─¡Deja de importunar! Anda y ve donde el almacenillo y trae dos latas más, que con estas no va a llegar.

─¿Más? ¡carajo de niños!

─Lo que tú digas, pero tráelas. O si no devuélvenos las llaves, que Alfonsa se muere por controlar la mercancía.

─Ni hablar, las llaves son mías.

Sacaba entonces las llaves del bolsillo y marchaba silbando. Y esa era básicamente su tarea.

Cómo ese mes de julio los Soler habían marchado a Francia, Ángela empezó a frecuentar a diario con Carmencita y sus hermanas mayores. Todas las tardes, cogidas del brazo, en manada, paseaban por la avenida, atravesándola de punta a punta. Ángela era la única de las cuatro que todavía no trabajaba fuera del hogar. Carmencita llevaba dos años sirviendo en una casa por las mañanas. Jacinta y Margarita cosían para la modista de ocho a cuatro. Todo lo que ganaban se lo entregaban a Mercedes, y se pasaban las tardes suspirando por una cinta, un encaje, un trozo de tul o lo que fuera que pudiesen considerar, algún día, suyo. La mejor vestida era Ángela, a la que miraban con cierta envidia. Ninguna llevaba un duro encima. Solían pararse en los escaparates y suspirar con falsa nostalgia, porque no se puede sentir nostalgia de lo no se ha poseído nunca. Hablaban de noviazgos, de que si fulano y mengana «se tratan» y, cuando el asunto se alargaba en el tiempo, aquel «se tratan» mutaba en «se entienden» que le daba a la pareja un aire solemne, a un paso del noviazgo serio. Y todo lo decían en tono de entendidas, porque las dos mayores ya habían tenido novio, con su consiguiente pelea, su disgusto y su drama. Todas estaban de acuerdo en que «había que darse de valer, guardar las distancias» Porque ninguna quería acabar como la Rosario: despreciada por las vecinas ─las primeras en juzgarla y condenarla por criar a un niño sola, sin padre ni bendiciones─.

Cuando oscurecía los mayores sacaban las sillas a las puertas; entonces las jóvenes tenían la libertad de pasear bajo la luna, por si no habían tenido bastante con el paseo de la tarde. Las noches eran mansas y húmedas, animadas por la brisa marina que entraba por las ventanas; el mar brillaba cálido bajo el cielo limpio, cuajado de estrellas. El aire era dulce, como de caramelo, y daban ganas de abrir la boca y comerse el verano a dentelladas. No tenían orquesta ni bailes, pero el solo hecho de caminar entre faroles encendidos llenaba sus cabezas de una música imaginaria que anticipaba no sé qué cosa, siempre, y todavía, por venir.

Doña Eulalia no sacaba la silla. En su lugar mandaba a Anita (que se había casado el año anterior con un empleado de Can Estrada, cosa que complació a su jefa) con tal de no perderse ninguna novedad, aunque fuese por boca de su empleada. Contaba entonces Ángela con la complicidad de esta para alejarse con sus amigas más allá de lo permitido por su prima. A veces llegaban a los acantilados, caminando descalzas por la orilla, otras, cuando Ángela conseguía algo de la despensa de su prima, extendían una manta vieja sobre la arena e improvisaban un pequeño picnic nocturno. Cuando había comida de por medio siempre aparecía alguien de entre las rocas: «parece que lo huelan, como los perros» decía Carmencita. Si no era Bernabé con su novia, era Mario con alguno de sus amigos, que se sentaban como si tal cosa y arramblaban con las nueces, los melocotones, las manzanas y el queso americano. Porque en el ayuntamiento también lo comían. A principios de semana, Ángela, con mucha vergüenza, tenía que pedir las llaves del almacenillo a Mario para llevarle una lata a su prima, aunque supuestamente aquello fuese para los necesitados. Pero ni ella ni el padre Braulio tuvieron la valentía de negársela. Así tenía la doña la despensa llena de queso y mantequilla americana; no de leche en polvo, que aquello no le gustaba tanto. Por esa razón encontraban en esos picnics una especie de justicia del hambre y ni Ángela, ni ninguno de ellos, sintió jamás una sombra de culpabilidad por la alevosía de sus actos.

El buen tiempo era constante. Parecía que se hubiese detenido la tierra y los días se solapasen unos con otros, enredados en un circulo eterno, invariable, o en un horizonte amarillo pálido, como desértico, de aire caliente en suspensión cuyo fin difuso no contemplaba el futuro, solo el presente. Era voy o vengo; hago o no hago; duermo, me levanto. La ausencia de planes era completa. Todo era juventud, improvisación, sensación de eternidad, de invulnerabilidad. Todo estaba en pausa, en suspenso, esperando la llegada de algo que nunca terminaba de venir y que, sin embargo, a nadie importaba. Bastaba con el sabor ácido de las manzanas en el paladar; las pulseras de hilo humedecidas en las muñecas, secándose al sol; el frescor de las estrellas girando sobre sus cabezas en la noche, la canción incesante de los grillos.

Años después, cuando Ángela recordara ese verano, sería a través del crujir de la fruta en la boca, en contraste con la aridez de las nueces. Se acordaría de Mario comiéndose un melocotón en dos bocados, sin apenas masticar; del escándalo de su risa y sus cambios de humor. Porque era capaz de pasar de la hilaridad al ensimismamiento en dos segundos. Y luego estaba esa mirada que a veces le lanzaba sin venir al caso, como si de repente se acordara de algún episodio del pasado y le subiera una rabia a los ojos. Entonces inclinaba la cabeza y, en un unir de cejas, la miraba con una mezcla de interrogación y enojo. «Parece un perro huraño al que han negado la comida ─pensaba Ángela. No al momento sino horas después, antes de dormirse, con la ventana abierta de par en par y la sábana enredada en los pies─. Sí, eso es lo que parece. No sé a qué viene con tanta tragedia...»

Y en las siguientes noches de paseo ─porque ahora Mario paseaba con ellas todas las noches, con comida y sin ella─, Ángela se dedicó a explicar en voz alta su disgusto por las tragedias, diciendo que bastante mal había en el mundo para crear nuevas, que no le gustaban nada, ni un poquito, que no y que no. Carmencita y sus hermanas no entendieron esa extraña manía suya y no le dieron mucha bola. Mario tampoco. Este solía hablar de sus viajes, de sus compañeros de barco, de planes futuros. Esperaba la confirmación de un contrato que había dejado medio apalabrado en américa, antes de su vuelta. Su ilusión era estrenarse como contramaestre, pero su inexperiencia en petroleras no jugaba a su favor y cómo se había empeñado en enrolarse en una de ellas, decía conformarse, por el momento, con un sueldo más bajo. La cuestión era meter la cabeza. En eso Mario no dudaba: había trazado su destino en un mapa de sal y agua. Y no existía fuerza en el mundo que pudiera, de su corazón, arrancar esa idea.

MarinetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora