IV. Un gato

544 68 33
                                    


La relación entre Ángela y su prima se había ido atemperando en los últimos años, principalmente gracias al pequeño César. Tenía el niño una fijación especial por su primita, a la que llamaba a todas horas, cogiendo berrinches cuando no la encontraba en casa. Porque el niño había salido propenso a los lloros y solo había una persona en la casa con el don de calmarlos, Ángela. Esa comprensión del mundo infantil la dotó de un estatus en el ayuntamiento, que nunca hubiese disfrutado de otra forma, y se acudía a ella con frecuencia para averiguar los pequeños problemas infantiles que doña Eulalia, con toda su experiencia, no acertaba a solucionar por sí misma. Le parecía aquel mundo de la niñez un oscuro pozo indescifrable, que no podía dirimir por más que aclarara su mirada.

Cierto que César ─o el gato, como le llamaban en el pueblo y a veces en la cocina─, era un niño consentido. Doña Eulalia lo había llevado por ese camino desde que fuera un bebé y era el alcalde el único que le negaba los caprichos, consciente de estar malcriándolo entre todos. Pero como este se involucraba poco en los asuntos domésticos y cuando lo hacía no se le tenía en cuenta, el niño crecía en el sendero de la permisión, sin conocer el significado de un no.

Tenía el pequeño unos ojos grandes y melosos, gatunos, que miraban desde abajo como indefensos, a los que ni Ángela ni doña Eulalia sabían negar nada. Por lo demás tiraba él a la melancolía. Cuando no estaba llorando, se la pasaba mirando a la nada, como si fuese testigo de una aparición, cosa que inquietaba a las criadas. Nada le entretenía más que la caída de las hojas y podía pasarse horas enteras esperando ver caer las uvas de la parra, agitando sus manitas cuando hacían plof en el suelo. Y sentía pasión por los gatos. Habiendo sido un niño tardón para el habla, que apenas balbuceaba sílabas, empezó a hacerlo de pronto y con claridad.

Una tarde, estando la familia en la terraza, el niño chupando una rosquilla que le había dado su madre tras uno de sus lloros, hipando de vez en cuando en un reflujo de pena, vino a pasearse por la baranda un gato negro y blanco. Aquello excitó al pequeño y lo puso a balbucear. Sin embargo, nadie se fijó en el animal que, saltando a la casa vecina, desapareció. Doña Eulalia, temiendo otro de sus lloros, intentó consolarlo:

─¿Qué le pasa a mi lucero? ¿quiere otra rosquilla mi bebé?

─¡Illa! ¡illa!

En esto que el gato, en un grácil saltito, volvió a aparecer sobre la baranda. El pequeño se descontroló entonces:

─¡Illa! ¡illa! ¡illa! ─y señalaba con sus deditos al animal, tembloroso y como confuso, tirando la rosquilla al suelo. Doña Eulalia se asustó.

─¿Qué es lo que tienes, hijo mío? ¡Ángela! ¡ven aquí que yo no lo entiendo! O ve mejor a buscar a don Alejo, ¡no vaya ser que se esté ahogando!

Entonces, impotente y como si se hiciera cargo de la situación, al niño no le quedó más remedio que hacer uso de sus cuerdas vocales, si es que quería ver cumplidos sus deseos. Así fue cómo articuló su primera palabra:

─¡Illa! ¡illa! ¡ga-to! ¡gato! ¡¡gato!!

Luego hubo que conseguirle uno. No queriendo la doña arañazos en la madera ni cachorros rebeldes, dispuso hacerse con el minino de la mercera, un tal Misi. Era este un gato viejo y perezoso, poco dado al deambuleo, que hacía compañía a la buena mujer durante toda la jornada, sentado en lo alto del mostrador, mirando a los clientes con indiferencia y aires de señorito. Vio en él la doña tal idoneidad, que no paró hasta arrebatárselo a su dueña.

─Con la de gatos que hay en la calle, doña Eulalia, no sé por qué tiene usted que venir a por mi Misi...

─Y entonces, ¿dices que sus cosas las hace en un cajón?

─En un cajón, pero...

─Y que con un poco de atún y otro poco de leche, está servido.

La mujer asintió.

─No se hable más. Tráemelo mañana.

De esa manera, Misi pasó a formar parte del ayuntamiento. Pronto encontró él su lugar estratégico donde medrar y echó raíces en la puerta de la cocina, escapando siempre de las manos de su nuevo dueño. No había persona a la que no maullara al pasar, ni mano que no le obsequiara con algún pedazo de algo. Si no era allí, le gustaba a Misi visitar el despacho del alcalde, sentarse muy digno bajo el retrato del generalísimo, con su cola gris enroscada y los ojos volados. Siendo él muy suyo con sus amistades, a la hora de restregarse solo gustaba de las piernas del alcalde. Y no pasó mucho tiempo en que este cogiera cariño al animal y le contara sus avatares:

─Veamos: alumbrado, alcantarillado... a la carpeta marrón, no vaya ser que se pierdan. ¿Y qué tenemos aquí, Misi? Ah, sí, aquello de los presupuestos. Esto hay que firmarlo primero, que no se nos olvide y nos pase como el año pasado, ¡menuda broma! ¿qué no te he contado? Pues verás qué pasó...

Y el pobre niño andaba todo el día persiguiendo al gato, y este esquivándolo. Además, tenía un carácter muy susceptible y no perdonaba un agravio. Porque se las guardaba todas el amigo Misi. Cuando el niño sin querer le pisaba la cola, este le miraba como si dijera: «ya me las pagarás» Y sí, cuando menos se lo esperaba, sin venir al caso y guardándose de testigos ─que de tonto no tenía un pelo─, le daba un doble zarpazo que era un visto y no visto, luego salía trotando hacia el despacho, se colocaba muy regio bajo el retrato, se atusaba el pelamen y volaba los ojos como si allí no hubiese pasado nada.

Y allí, sentado bajo el retrato, fue Misi testigo del último, y sonado, altercado entre Ángela y doña Eulalia, con el parabién del alcalde, que en seguida se puso del lado de su esposa, a causa de la correspondencia entre la joven y el marino.

En un principio, las primeras epístolas llegaron a la dirección del ayuntamiento. La correspondencia se llevaba directamente al despacho del alcalde, donde su secretario ─hermano menor de doña Eulalia─ separaba las que atañían a temas municipales, dejando el resto en un paquetito en la salita de su hermana. Era Perico un hombre risueño, con un gusto exquisito por el vestir y los complementos, de pelo untoso y zapatos relucientes; gran amante de la aventura y los viajes; poco escrupuloso en asuntos morales. Entre él y su hermana existía un abismo y nadie diría de ellos que fueran parientes, si no fuera por esa dilatación en las fosas nasales, ese aleteo característico sello de familia. Era Perico entonces el que, mediante un guiño, sin emitir juicio ni articular palabra, entregaba las cartas a Ángela. Pero tuvo que hacer este un viaje a Alemania, con motivo de la muerte de su suegro, con la mala suerte de que en aquellos días llegó una carta procedente de Cuba, cuyos exóticos matasellos pusieron a doña Eulalia los ojos del revés. No hace falta explicar los gritos, lamentos y exclamaciones, que salieron de su boca cuando advirtió el nombre del destinatario. Tuvo Ángela que presentarse al momento en el despacho y dar las explicaciones pertinentes. Pero estas, cuyo objeto era el de tranquilizar, acabaron por enajenarla. Pues al enterarse de que su prima, dejada a su cargo desde su niñez, a la que había criado como una hija y dado los mejores cuidados ─todo esto fue lo que dijo─, se carteaba, igual que una cualquiera, con un marinero de poca monta y ningún futuro que zanqueaba por países extranjeros como un feriante, terminó asegurando que no consentiría esas marranadas en su casa. Cartas indias ─las llamó─ venidas de quién sabe dónde y con qué oscura intención; marranadas indias ─sentenció─, prohibiéndolas de forma tajante. A Ángela no le sirvió de nada aludir al padre Braulio en un intento de normalizar su causa. Tampoco obtuvo comprensión en el alcalde, al que aquellos hechos que, aun no viéndolos del todo inaceptables, creyó asuntos que le superaban, inclinándose por la opinión de su esposa como la más correcta y sensata. No dispuesta a renunciar a las cartas, la joven tramó otra forma de llevar a cabo la correspondencia. Y era que Mario enviara las cartas a casa de su madre y que esta la avisara, por medio de una de sus hijas, de cuando llegaran. Y Mercedes, que veía esa amistad más que beneficiosa para su hijo, accedió con solicitud a encubrirlos.


MarinetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora