I. Preparativos

805 80 29
                                    


Reinaba el caos en la casa. Pasaban apresuradas las sirvientas en un desfile de pollos deshuesados, pavos, hortalizas, sacos de harina; cestos de fruta y huevos recién puestos. En la puerta de la cocina la aglomeración era tal que solo se podía escapar de allí a base de codazos y empujones. Cómo no había suficientes manos con las del servicio habitual, deambulaban perdidas varias criadas contratadas para la ocasión, sin saber hacia dónde debían dirigirse y molestando al resto con sus preguntas, a las que pocas veces hallaban contestación. La gobernanta, cuadernillo en mano y parada frente a la puerta en pose autoritaria, apuntaba cada gramo de suministro entrante, sin dejarse un grano de azúcar por reflejar en su impecable contabilidad de víveres. De vez en cuando aparecía la señora Soler para solicitar su ayuda, entonces esta cedía el cuadernillo a su mujer de confianza y, obediente, seguía a la señora al jardín. Allí tenían previsto instalar la carpa y la tarima para los músicos, pero la señora se debatía entre el refugio del brezo, como llamaban a la glorieta, o la zona cercana al acantilado, donde se divisaba el mar.

─Si pudiera trasladar aquí la glorieta sería perfecto ─se quejaba.

Raquel se imaginó arrancando con sus propias manos la glorieta, con la fuerza de un hércules, y plantándola donde quería su señora. Pero ni veinte hombres podrían hacerlo sin destrozarla, así que, apenada por no poder complacerla, la instó a olvidarse de quimeras y elegir el lugar definitivo, ya que apenas quedaba una semana para la gran fiesta.

─Tú siempre tan práctica, mi querida Raquel, ¿qué haría yo sin ti? ¿a quién iba a importunar con mis pequeños asuntos? Mi marido bromea cada vez que nombro la glorieta, incluso ha llegado a hablar de poner un lienzo azul de fondo ¿te imaginas, Raqui?

─Sabe de sobra, señora, que no hay que tomar en serio esas cosas que dice...

─¡No! desde luego. Pero después quiere que todo esté perfecto, si lo conoceré yo, y espera que lo solucione sola... ¿La viste esta mañana, dando golpes de bastón y criticándolo todo? ─Raquel asintió en silencio─ Seguro que me la mando él ¡menuda ayuda! Con esas caras que pone de disgusto, que parece que haya mordido un limón. Sabes, siempre que paso un rato con ella me siento como desinflada, empequeñecida...

─El mal de la Pompadour ─apuntó la gobernanta, que conocía bien los estados de ánimo de su señora.

─Eso es... el mal de la Pompadour ─se dejó caer en un banco─. Pero no quiero aburrirte más, mi querida Raqui... ve, ve a la casa y continúa con tus quehaceres, que yo en seguida me repongo. Solo necesito un poco de silencio, y de paz.

La gobernanta echó a andar hacia la casa. No había dado tres pasos cuando le llegó un ligero aroma a tabaco. Estiró la boca. No le gustaba la costumbre que su señora había adquirido en los últimos años. Raquel había entrado al servicio de los Bosh (rama paterna de la señora, afincados en Banyolas) recién cumplidos los trece años, para cuidar a los tres retoños que por entonces tenía la familia. Fabiola, la actual señora Soler, nació poco tiempo después y fue la última hija del matrimonio y la favorita de todos. Ya de niña mostró una habilidad excepcional para hacerse querer entre los adultos y someterlos a sus caprichos. Su aire inocente, su belleza, su serenidad y esa capacidad innata para comprender a los demás, como un meterse en las mentes ajenas, le sirvieron para conseguir las atenciones especiales del resto de la casa. Si su madre le pedía que fuese a llevar un cesto de fruta a su tía, que vivía a un kilómetro y medio de su casa, siempre se las ingeniaba para que alguno de sus hermanos mayores lo hiciese por ella, con tal destreza que ellos no se daban cuenta y les parecía que la iniciativa había sido suya. Porque jamás salía de su boca una súplica ni una petición. Las cosas parecían nadar hacia ella de forma natural. Raquel pronto fue sensible a ese encanto. Desde que la niña pronunció sus primeras palabras, entre las que estuvo «Raqui», tuvo en ella a su más devota súbdita. Para la entonces jovencísima Raquel, que venía de un seno humilde, con un padre estricto al que todos los días debían preparar la mesa con lo mejor de una exigua compra, y al que veían devorar los huevos y el tocino antes de poder sentarse a la mesa a disputarse las sobras, aquella niña angelical a la que la vida no le había negado nada le parecía una especie de justicia divina de la que ella podía participar en la sombra. De esa manera, Fabiola tuvo en ella una fuente inagotable de pequeños y grandes favores tácitos, de devoción y amor. Pero, siendo justos, hay que decir que nunca ─ni en su infancia ni mucho menos en su madurez─ se jactó, ni siquiera para sí misma, de ese don, sino que hizo uso de él con la alegre naturalidad de los agraciados natos. Simplemente no conocía otra manera de conducirse por la vida. Desde que tuvo uso de razón, la gente hizo cosas por ella e invariablemente lo seguirían haciendo. Aunque, de vez en cuando, se topaba con alguien inmune a sus encantos, con una mente que ella imaginaba recubierta de una negra bruma, que no podía desenmarañar por más que se esforzara ─como era el caso de su suegra─ creándole de pronto una grieta de desconcierto que siempre la asustaba. Ese tipo de personas le repelían y a la vez le atraían, e intentaba una y otra vez seducirlas sin éxito, hasta que se cansaba de malgastar energías y las sepultaba en el olvido, haciendo como si no existieran y casi odiándolas, dentro de la capacidad de odio de la señora Soler, que era escasa.

De vuelta a la cocina Raquel eligió dos huevos y los mezcló con leche caliente, luego, en un gesto de conformidad consigo misma, abrió la alacena de los licores y le añadió un buen chorro de coñac. Con el ponche en la mano volvió sobre sus pasos hacia el lugar donde había dejado a su señora. Esta todavía permanecía en el banco, con las piernas dobladas bajo el cuerpo como tenía costumbre hacer desde niña. Y lo cierto era que casi parecía serlo todavía, con la melena rubia suelta y brillante y el cutis tan resplandeciente como cuando era una jovencita. Recordó del día que se prometió con el señor Soler, en la fiesta de pedida y las felicitaciones que recibió por parte de las mejores familias de la región. Se acordó también de su preocupación por dejarla sola con aquel desconocido, sin sus cuidados y vigilancias. Le parecía que no iba a ser capaz de sobrevivir sin ella. Pero aquella noche, cuando subió a su habitación a comprobar su estado después de la fiesta, ella, como si le leyera la mente, la tranquilizó de sus desvelos:

─Cuando me case, donde quiera que nos instalemos, tú vendrás conmigo, Raqui.

El señor Soler no puso reparos y, tras las nupcias, partió con ellos a la comarca del Rosellón, al sur de Francia, donde el novio tenía una propiedad en herencia, todavía ligada a un hermano soltero del padre. Allí nacieron sus dos hijos y luego, tras morir el tío y terminada la guerra civil, bajo la amenaza de otra guerra en Europa, el señor Soler decidió volver a la casa que le vio nacer, llevándose con él a su madre y hermano.

Ya en el jardín, Raquel instó a su señora a beberse el ponche antes de que se enfriara, mientras le echaba una rebeca por los hombros. Esta sonrió complacida y perezosa, estirando las piernas sobre el banco.

─Y dime, ¿qué hacen las niñas?

─Están arriba, revolviéndolo todo. Louisa ha estado abriendo viejos baúles, buscando ideas para decorar el jardín. Ya le he dicho que no es necesario, que allí solo hay trapos viejos. Pero ya sabe cómo es... ¿quiere que la busque?

La señora no contestó. Pensativa sonrió con melancolía, casi con tristeza.

─Crecen tan rápido, Raqui... Marcos preparándose para la universidad y mi pequeña a punto de cumplir los dieciocho. Me empiezo a sentir vieja y quejosa...

─Usted nunca será vieja, ¡y mucho menos quejosa!

─Ah, mi buena Raqui, claro que lo seré, tan vieja y quejosa como mi santa suegra, si no más... eres demasiado amable diciéndome lo que quiero escuchar. Pero hay una parte mía que desconoces, que todos desconocéis... ¿qué le echaste al ponche que me arde el estómago?

─¡No diga tonterías! Deme eso y abróchese la rebeca, que se está levantando el aire. Voy a ver que hacen las niñas.

Pero Fabiola no pareció escucharla, mirando cómo la brisa de la tarde hacía tintinear las ramitas de los pinos. Sobre ellos, más allá de sus copas, la luz fluctuaba del amarillo al dorado con su mano invisible y cambiante. Le vinieron entonces unos versos a la boca, que había leído hacía algunos años. «Y yo me iré» recitó rememorándolos, «¡y estaré solo!» Y callándose de pronto, como atemorizada, se obligó a olvidarlos. Pero su mente, empecinada, continuó implacable: «sin hogar, sin árbol verde, sin pozo blanco...»


MarinetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora