«¿Cómo empezar a explicarle a esta pobre niña el relato de una vida llena de mentiras, de disimulos, de silencios, de miedos? ¿Por dónde empezar? ¿Cómo revelarle algo que nunca, por más que yo le intente aclarar, entenderá? ¡Ah, difícil tarea la mía! Siempre he sido un cobarde.... casi desearía no haber venido a buscarla, seguir con la farsa hasta el final, hasta el día de mi muerte. Pero aquí estoy, frente a una hija que no se sabe hija. Delante un padre que nunca lo ha sido y no se merece más que desprecio. Me mira como se mira a un vendedor ambulante, como si yo fuera a venderle algún ungüento para para el cabello o el rostro. Así me mira, impaciente, como queriendo que esto acabe pronto para seguir con su vida. Yo también quiero que esto acabe pronto. Pero no debo precipitarme, he de explicarme bien, al detalle... ¡pero basta de pensar! Llegó la hora de hablar y hablaré. Empezaré por el principio ¡sí! Si ha de ser que sea desde el principio, así será más fácil...»
─La señora Soler tiene razón, Ángela ─dijo el señor Sagnier saliendo de sus pensamientos─, lo que he de explicar es de suma importancia para ti y para mí. Siento que voy a retenerte aquí un buen rato. Te pido disculpas de antemano.
─No ha de disculparse siendo así, tan importante para ambos. Pero entienda mi estupor, no me explico cual puede ser la causa...
─Verás, empezaré desde el principio y así nos será más fácil a los dos ¿te parece? ─Ángela asintió─. Yo nací aquí, como tú, en Marinet, en una estrecha casita a pocos metros del mar. Fui hijo único. Mi padre era el mejor pescador del mundo, o por lo menos así me lo parecía de niño. A veces pasaba larga temporadas fuera de casa, cuando se enrolaba en algún pesquero, porque tenía un alma inquieta que le impulsaba siempre a adentrarse en mares lejanos. Mi madre nunca se quejó, lo comprendía como nadie. Yo, durante mi niñez, también quise ser pescador, pero no tenía el alma inquieta de mi padre, las mareas me daban vómitos y me asustaba el oleaje. Mi padre decía que eso se curaba pasando una noche de tormenta en alta mar, en lucha con los elementos, por suerte mi madre nunca le permitió que aquello se llevará a cabo. Más tarde, al cumplir los doce, me di cuenta que, aunque adorase el mundo que con pasión me enseñaba mi padre, yo no quería ser pescador. Mi madre siempre lo supo. Era una mujer dulce e intuitiva que adoraba a su marido por encima de todas las cosas. Recuerdo sus manos finas y resecas de arreglar pescado, o llenas de tierra de trasplantar flores. Mientras vivió no hubo rincón en nuestra casa que no se aprovechara para poner una maceta. Las cuidaba como a hijos. Por cierto, ella se llamaba Aurora... mi padre Ramón ─hizo una pausa─ Ramón Capdevilla.
En ese punto Luis Sagnier miró con ansiedad a su hija. Esta se había quedado como paralizada, mirando las llamas de la chimenea y pensando. Miró a su padre:
─No es cierto, no es posible... usted se apellida Sagnier, no Capdevilla.
─Puedes tratarme de tú, Ángela. Más adelante te explicaré el porqué de mi cambio de apellido.
─Entonces, ¿es usted mi padre?
─Lo soy.
─¿Y dónde has estado todos estos años? ¿sabias de mi existencia, supongo? ─dijo levantándose y alejándose de los sillones.
─He hecho muchas cosas mal, hija. Despréciame si quieres, solo te pido que escuches mi historia hasta el final. Luego eres libre de no volver a verme jamás en la vida. Te prometo que respetaré tu decisión.
Ángela se acercó vacilante a su padre, se sentó y cruzó los brazos. El señor Sagnier continuó su relato:
─Como decía, según fui creciendo más claro tuve que no quería ser pescador. Muchos de los muchachos de mi edad miraban hacia el interior con deseo y terminaban marchando, otros se iban a Barcelona. Aquí no había otra cosa que la mar y las barcas, pero nunca tuve los arrestos de confesarle a mi padre mis anhelos y continuaba saliendo con él a pescar. Por entonces mi padre se había cansado de las pesqueras y de los viajes y llevaba una vida más tranquila, para alegría de mi madre. Fue por aquel tiempo cuando conocí a Clara, tu madre. Ella se dedicaba a cuidar a sus padres, ancianos y delicados de salud. La habían tenido con una edad muy avanzada, ya sin muchas esperanzas de tener hijos y, como yo, era hija única. Empezamos a frecuentar los domingos en el café del casino, donde había baile. Ella pasaba casi todo el tiempo encerrada en casa, atendiendo de sus padres. Pero aquella circunstancia no le duró mucho. Una gripe se llevó a su padre aquel invierno. Dos meses más tarde lo hizo con su madre. Al poco tiempo nos casamos. Fue una boda sencilla, ella tenía poca familia: una tía y unos primos, conoces bien a doña Eulalia y a su hermano. Por mi parte vinieron mis padres y un buen amigo que luego murió en la guerra. Nos instalemos en su casa y continué ganándome la vida en la mar, junto a mi padre. Al año de casados tu madre se quedó embarazada de ti. Un par de meses después estalló la guerra. El abuelo se volvía loco hablando de política, de libertades, de repúblicas. A mi la verdad todo aquello me era más o menos indiferente. No distinguía a un anarquista de un socialista o de un comunista; CNT, POUM, UGT, PSUC... todo me parecía lo mismo, un puñado de siglas que, aun luchando por la misma república, siempre andaban discutiendo. Pero daba igual. Lo que importaba era lo que mi padre y todo el mundo afirmaba con pasión: que los trabajadores corríamos el riesgo de perder lo ganado con la república y eso me bastó para subirme a un camión lleno de milicianos tan jóvenes e ignorantes como yo. Quiso el destino que la milicia perteneciera al POUM y que nos llevaran directamente al frente de Aragón. Lo que me esperaba allí no era lo que yo imaginaba que sería una guerra. Pasábamos la mayoría del tiempo cavando trincheras, cargando sacos de arena, haciendo guardia y patrullando. La organización era un desastre y pocos de nosotros sabíamos usar un fúsil. Nos comían los piojos. Todo era barro y frío y hambre. Ese invierno algunos murieron de pulmonía. Las mantas eran escasas. Los primeros meses pude escribir a tu madre, pero pronto faltó el papel y el lápiz; además se acabaron las velas que habíamos confiscado de la iglesia y en mis ratos libres siempre estaba oscuro. Pero estábamos bastante mejor que el bando contrario, que no cobraban nada, a nosotros nos daban diez pesetas diarias. No me olvidé de tu madre en todo ese tiempo. Por la noche, si había tenido la suerte de conseguir tabaco, mientras armaba el cigarrillo pensaba en si ya habrías nacido. Llevaba la cuenta de los meses en una pared, cuando se cumplieron los nueve meses me gasté la paga en invitar a mis camaradas a una botella de vino y dos pollos asados con patatas. Claro que no sabía de la muerte de tu madre, de eso me enteré luego, mucho después. Pero no adelantemos acontecimientos. Entonces os imaginaba a ambas sanas y cuidadas por mi padre. Estaba seguro de que con él no os faltaría nada. Pasé mucho tiempo en aquellas trincheras. Lo más emocionante que hicimos en todo ese tiempo fue robar municiones al enemigo. A veces hablábamos con ellos. Algunos estaban allí de casualidad y querían cambiar de bando, nosotros intentábamos convencerlos, pero, aunque decían que sí, muy pocos se pasaban al frente contrario. Por otro lado, teníamos muy poca información de lo que pasaba más allá de nuestra zona, y la información que nos llegaba de Barcelona era vaga y confusa; ya te he dicho que éramos un puñado de ignorantes que no sabíamos ni disparar un fusil. No sé cómo estarían en otros lugares, pero nuestro destacamento era un desastre. Apenas teníamos armas y mucho menos instrucción militar. Después de ocho meses cavando trincheras nos enseñaron a usar un fusil. Repartieron un arma por persona, eran fusiles de poca calidad, también nos dieron una bayoneta y una manta. Se inició entonces una actividad febril que nos descolocó a todos. Empezamos a acechar al enemigo en su propio territorio y ahí fue dónde pude experimentar lo que es una guerra de verdad. Me hirieron en la pierna a las pocas semanas de la ofensiva y me trasladaron un hospital de campaña saturado de heridos. A los pocos días me trasladaron a Lérida hasta que me pude reincorporar al frente. Durante mi instancia en el hospital, ocurrieron en Barcelona unos hechos que me afectaron directamente. No me extenderé demasiado, pero las desconfianzas entre el gobierno de Cataluña y los anarquistas terminó por perjudicar al partido donde yo militaba. Cuando volví al frente me advirtieron de que habían ilegalizado el POUM y de que corría peligro. Cerca de Sariñena me deshice de todo lo que me pudiera relacionar con mi partido y me convertí en un desertor. Atravesé los Monegros de noche, con la ropa hecha jirones y una manta a cuestas. Dormía de día, escondido entre los huecos que formaban los torrollones, con el fusil que todavía conservaba bajo el cuerpo y cubierto por la manta. Pero tuve mala orientación y terminé llegando a Huesca. Cuando dejé atrás aquel desierto mi principal problema fue conseguir agua y comida. Estaba tan agotado de andar por ese suelo agrietado que me volví un imprudente. Ya nada importaba. Si tenía que morir que así fuera. Andaba a plena luz de día, sin ocultarme. Al caer la noche, en las afueras de la cuidad, me encontré un caserío del que salía una luz tenue. Entré sin miedo. Dentro había siete legionarios. Mi aspecto debió de hacerles gracia porque, después de preguntarme si había visto a un destacamento de moros que andaba por allí (los odiaban a ellos más que a nosotros), me invitaron a compartir comida. Se senté en un rincón y me empapé con la bota que me pasaron. Se rieron de mí. El resto de la noche fueron bastante amigables, siempre haciendo bromas a mi costa, pero sin atacarme. Por la mañana me echaron a empujones sin ninguna explicación. Luego vi de lejos a los moros y me pregunté qué demonios le habrían prometido a esos pobres diablos para enzarzarse en una guerra que no iba con ellos. Sería dinero o tierras o vete a tú a saber. Luego me dio por pensar que al final nos habían engañado a todos: moros, nacionales, republicanos, todos engañados, todos muertos. Como desertor me convertí en un indeseable para cualquiera de los dos bandos. Pensé que debía de salir de Huesca lo antes posible y eso hice. No tenía una idea clara de a dónde dirigirme. Tenía miedo de volver a casa y perjudicaros a todos. Pensé en marchar a Francia o a las Américas. Deambulé por Cataluña de la misma forma que lo hice por los Monegros, caminando de noche y durmiendo de día. Bañándome y bebiendo en los ríos, comiendo lo encontraba al paso, higos, moras, perdices que a veces cazaba con el fúsil. Una noche pasé cerca del lago de Banyoles. Sus aguas resplandecían bajo la luna y me acordé de cuando salía a pescar con mi padre de madrugada. Me quedé allí pasmado un buen rato y terminé quedándome dormido sobre la hierba. Tan agotado estaba que no desperté hasta bien entrada la mañana. Me lie la manta sobre los hombros e inicié el camino. Había cometido el error de dormir de noche y ahora me tocaba ocultarme. Me adentré en un terreno de altas cañas y vi un caserío. Con mucho sigilo avancé hacia la casa y me quedé husmeando por los alrededores. Había pasado muchos días durmiendo en casas vacías y pensé que esta podría ser una de ellas. Me acerqué a la puerta trasera y miré en el interior, inmediatamente una mano me tiró con fuerza a un rincón de la sala y me acechó una azada. Era un viejo. Le dije que se tranquilizara, que me marcharía enseguida y que no quería causar problemas. Pero el hombre tenía unos brazos nervudos que seguían acechándome con la azada y la mirada cínica de no creerse nada. No sé cuánto tiempo pasemos así, mirándonos, hasta que apareció por la puerta una mujer joven apuntándome con un mosquete. Esa mujer es ahora mi esposa. Pero entonces no sabíamos nada el uno del otro. Me costó horas convencerles de que era inofensivo. Les expliqué mi situación, les dije que era un pescador que había dejado a mi mujer embarazada para irme a la guerra y que solo quería refugiarme unas horas antes de seguir con la marcha. Les juré y perjuré que nos les haría daño. Entregué el fusil y la bayoneta al viejo y quedé desarmado y hecho un trapo entre la chimenea y la alacena. La mujer pareció compadecerse de mí y susurró algo al viejo. «¡Mestressa!» gritó el hombre en dirección a una puerta. Al poco apareció una señora de mediana edad, que pareció ser su esposa. La mujer más joven me indicó que sentara en la mesa y dio inducciones a la recién llegada, que era, aparte de esposa del viejo aquel, la criada. Me dieron pan con queso y un vaso de leche de cabra. «Puedes descansar hoy aquí y marchar a primera hora de la mañana» me dijo la mujer joven, que al parecer era la dueña de la casa, mientras el viejo negaba con la cabeza y bufaba. Me prestaron ropas limpias que, aunque me venían grandes, agradecí; una jofaina con agua y una manta limpia. La mujer señaló un banco de madera que había en la pared del fondo «puedes descansar ahí, no es gran cosa, pero peor es la humedad de la calle» Le di las gracias y le dije que no debería ser tan confiada. La mujer se encogió de hombros y se adentró en la casa. La miré mientras caminaba, era muy hermosa. El viejo gruñó y no se separó de mí en todo el día. Por gratitud le estuve ayudando a partir leña y esa noche me invitaron a compartir la cena. Al parecer la señora de la casa era viuda. Tenía un niño de unos cuatro años que me miró con desconfianza. Después de la cena se puso a refunfuñar porque no quería acostarse y cuando su madre lo sacó a rastras, al pasar por mi lado me dio una patada en la pierna herida con metralla, el muy desgraciado. Al día siguiente me levanté antes que nadie y me puse a partir leña con desesperación. Aprovechando la buena fe de la dueña, cuando me preguntaron por qué no me había ido les dije que quería ganarme algunas monedas antes de marchar, que por favor no me echaran tan pronto. La mujer tenía bastantes kilómetros de terreno alrededor de la casa, pero al estar tan cerca del lago la mayoría de tierra era infértil. Tenían dos industrias textiles, ahora cerradas por la guerra, huertos, dos molinos y muchos arboles frutales. Había trabajo de sobra así que aceptaron mi solicitud, con la condición de cambiar las monedas por comida y techo. Acepté. Topar con esa casa me cambió la vida, Ángela. No sé que hubiese sido de mí si mis pasos me hubieran llevado a otras tierras: acabar fusilado como tantos otros o quizá hubiese logrado atravesar los pirineos y llegar a Francia. Pero no podía volver a casa, eso era seguro. Tampoco habría soportado la mirada acusadora de mi padre al saberme un desertor. Nunca tuve su arrojo. Pero los cementerios están llenos de valientes, dicen, y ahí está él, ni siquiera enterrado en campo santo, aunque no creo que eso le importara.
Pasaron los meses y yo seguía trabajando en la casa del lago a cambio de cobijo y manutención. En el mes de febrero la niebla era tan espesa que nos pasábamos las tardes en la cocina. La pareja de criados eran parcos en palabras y la señora Assumpta y yo llevábamos el peso de la conversación. Ella solía tejer ropa para el niño, así empezamos a intimar en nuestras charlas. El invierno acerca mucho a las personas. Éramos dos jóvenes perdidos en la niebla, en medio de una guerra interminable. Ella se había criado entre polvos de talco y ropa suave y planchada; yo entre tripas de pescado. Sin embargo, nos entendíamos con solo mirarnos, eso es algo que nunca me había pasado con nadie, ni siquiera con tu madre. Empezamos a hacer vida de casados sin estarlo. La guerra quita los escrúpulos a las personas. Para el verano ella estaba embarazada de dos meses de tu pobre hermana Laura, que por desgracia falleció el verano pasado. Fue entonces cuando llegó su hermano de la guerra. Era un oficial de Franco que no se tomó muy bien mi presencia en la casa. Debió de ser ese mal viejo de Josep el que le informó de nuestra situación de amancebados. A la noche siguiente la guardia civil se presentó de madrugada y me llevaron arrestado a Gerona. No te imaginas lo que era aquella cárcel en la que fui a parar. A veces se llevaban a pelotones de hombres para fusilarlos. Y si no te llevaban daba igual porque te esperaba otra clase de muerte, mucho más lenta. Aquello era un hervidero de enfermedades. Los hombres morían a puñados: disentería, neumonía, hambre, frío. Mi única ilusión eran las cartas que Assumpta se arreglaba en enviarme. Fue en esa cárcel donde me enteré de la muerte de Clara, tu madre. Coincidí allí con un paisano del pueblo que me lo explicó. Le pregunté por ti. Me dijo que estabas bien atendida por mi padre y Conchita. Conocía bien a Conchita desde niño y eso me consoló enormemente. Sabía que no iba a salir de allí con vida y recé porque la vida te tratara mejor que a mí. Pero no fue ese mi destino. A los cuatro meses de estancia dos guardias civiles preguntaron por mí. Pensé que era el fin, que me mataban. Pero me metieron en una furgoneta y me llevaron a Banyoles. Por aquel tiempo a Assumpta se le notaba ya mucho el embarazo y su hermano decidió que debíamos casarnos. Le metió tanta prisa al cura que a la semana siguiente ya estábamos casados, todo ello en medio de las habituales habladurías que se producen en estos casos. Como a su hermano no le gustaba ni mi apellido ni mis orígenes ni, en fin, nada de mi persona, me cambió el apellido y como si dijéramos me adoptaron. Así pasé a llamarme Sagnier i Sargier, por partida doble. Una vez finalizada la guerra el hermano se fue a Madrid y nos dejó en paz. Por aquel entonces ya había nacido tu hermana, y Assumpta, yo y el niño llevábamos una vida sencilla pero feliz. Intentemos reabrir la empresa textil, pero al poco tiempo tuvimos que volver a cerrarla. ¿Quién iba a comprar tela tintada en esa hambruna larga como una noche en vela que padecía la gente? Por eso íbamos tirando de lo que nos daba la tierra. Teníamos una pequeña plantación de trigo en los límites de la finca donde la tierra era más amable, y gracias a ello no nos faltó el pan. Otros lo pasaron mucho peor que nosotros. No sé cómo lo hice pero sobreviví, hija mía; otros más fuertes murieron. Este es, pues, el boceto de mi vida, los detalles los dejo para más adelante si es que quisieras escucharlos. Que me desprecies o me perdones no está ya en mi mano.
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Marinet
Historical FictionAño 1936. La guerra civil ha estallado en España. En un pequeño pueblo de pescadores, cerca de la frontera francesa, nace una niña en medio de una tempestad. Con su padre desaparecido y su madre muerta, Ángela luchará por sobrevivir en una España gr...