2. Alice

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Estaba frustrada.

Con la vida, con el mundo, con mis padres y, lo peor de todo, conmigo misma.

Porque sentía que nadie me entendía, que juzgaban sin entender realmente mi situación, sin entenderme a mí, sin conocerme. Algo que, sin duda, se presenta en el mundo en cada esquina.

Me abracé a mí misma en cuanto tuve que subir—nuevamente—al autobús que me llevaría a casa. Porque tras una fuerte discusión con mi madre, debía emprender un largo camino, todos los días, en aquel medio de transporte que, aunque no me disgustaba del todo, me disturbaba el hecho de que las palabras y altanería de mi madre le dejasen tener la razón.

Razón que, no tenía, por supuesto.

Pero lo valía, en serio que sí, porque salía de casa a hacer lo que me gustaba, lo que amaba y que, por horas, me adentraba a la más maravillosa sensación.

Y de hecho, fue en ese momento en el que, adentrándome en el autobús y alisando la falda con la que había discutido en la mañana en las típicas charlas que se tienen como adolescente insegura de: ¿Me quedará bien? ¿Va bien ese color? ¿Y qué si luego se alza por el viento? ¿Y qué si...?. Demasiadas cuestiones para las seis de la mañana que, me permitieron conocerte.

Callado, reservado y, aparentemente alejado del mundo como si temieses que alguien te contagiase de algún virus viral y ser el sujeto número 003 de alguna enfermedad que correría por el mundo y nos convertiría a todos en zombis.

Eras el que más adentrado estaba en su mundo, escuchando música y observando a través de la ventanilla.

Y me recordaste a mí, cuando me encontraba sola frente a mis cuadros.

Sentí conexión con tu soledad. Porque, tal vez, dentro de mi propia soledad, busqué tu oscuridad, y colisionó.

Si que lo hizo. 

Última parada ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora