Capítulo 10

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ALEXANDRE


Graham estaba en Canadá.

El lunes por la madrugada recibí la llamada de mi amigo de Bexley. Siguiendo mis excéntricas instrucciones, fue hasta Guildtown, a la granja que le indiqué. Me aseguró que llegó al mediodía y no encontró ni un alma; tocó varias veces, pero nadie salió a abrir. Después de sus infructuosos intentos, fue a dar una vuelta por el pueblo; regresó antes de que anocheciera solo para obtener el mismo resultado. Al dar vueltas por la propiedad, solo encontró signos de vida en el establo, donde un caballo colosal relinchó con furia hasta que él se fue de ahí.

Si bien eso no era una confirmación de que mi doble estaba cerca, tomé las precauciones debidas. Ese mismo día, al ponerse el sol, me mudé con Monique.

Cabe decir que esa decisión indignó tanto a Charlotte que cualquiera hubiera pensado que le dije la peor ofensa imaginable. No entendí por qué se había enfurruñado de tal forma hasta que, con nula sutileza, me recordó que tenía una novia.

Casi me ahogo de la risa al escucharla. No sabía si sentirme halagado por la preocupación que mostraba por Merybeth, u ofendido por no conocerme lo suficiente. ¿Qué clase de idiota pensaba que tenía por hermano?

Al final, me dejó ir. Era doloroso alejarme, aunque no tanto como saber que algo podría ocurrirle por mi culpa.

El cambio de aires me sirvió para organizar mis prioridades. Debía focalizar mi energía en recuperarme para poder tener la libertad de hacer lo que yo quisiera.

Me había propuesto terminar mi proyecto laboral en lo que restaba de marzo. Sería una tarea ardua si considerábamos las juntas con arquitectos, ingenieros, abogados, etc. Aun así, no perdía el positivismo.

Por otro lado, mi pie fue mejorando poco a poco. O eso quería creer.

Lo cierto es que la inflamación bajó. Dunne me había explicado que las ampollas que tenía eran normales, un mecanismo de defensa que mi propio cuerpo se provocó para ayudarse a sanar. Fuera como fuese, con el paso de los días mi extremidad fue adquiriendo un aspecto más normal.

En cuanto a funcionalidad, bueno, esa era otra historia. La doctora y yo trabajábamos a diario, haciendo ejercicios que, según ella, me ayudarían bastante.

No dudaba de su capacidad profesional, puesto que en más de una ocasión demostró ser tan competente como cualquier médico experimentado; más bien, dudaba de sus agallas. Yo quería que los ejercicios fueran más agresivos, que me exigieran un esfuerzo mayor. Pero no, hasta parecía que le daba placer la desesperación que me invadía con su terapia diseñada para la estimulación temprana.

Convivir con ella fue una experiencia que encontré más que agradable. Había vivido con amigos por gusto, y con compañeros de fraternidad en mis años de colegio —aunque eso fue más que nada por necesidad—, pero ninguna de esas ocasiones se podía comparar con mis días con Monique.

Ahora que ya habíamos roto la barrera doctor-paciente, era más fácil la convivencia. Además, fiel a mi palabra, intenté no ser tan idiota con ella; tarea que resultó ser bastante sencilla si considerábamos su disponibilidad para perdonar agravios con una simple disculpa.

El lugar en sí, no era la gran cosa. Un simple departamento con dos habitaciones de lo más sencillas. Ni siquiera tenía un espacio —dígase biblioteca personal, o mínimo un estudio—, para recibir a mi equipo de trabajo.

Dilema [Saga Doppelgänger]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora