Capítulo 23

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ALEXANDRE

Londres no era una de mis ciudades favoritas. Quizá era por eso que Gerard, siempre que venía, tenía la ocurrente idea de traerme consigo. Según él, decía que desde joven tendría que involucrarme en los negocios de la familia y, de esa forma, cuando creciera ya sabría moverme en el medio.

Supongo que estaba paranoico. Mi abuelo recién había fallecido y, aunque estuvo asesorándolo este par de años en los que dejó a mi padre al frente de la empresa, aún veía el estrés que Gerard llevaba sobre los hombros.

Lo peor de todo era que no solo me traía a mí, sino también a Bastian. No entendía por qué nos habíamos distanciado tanto. De niños solíamos jugar bastante; incluso mis tíos tenían que llevárselo por la fuerza de la casa, puesto que no se quería ir.

Al menos en esta ocasión se fue antes. Por lo que tenía entendido, había organizado la mejor fiesta para celebrar su mayoría de edad y, claro está, su primo de casi doce años no estaba invitado.

No me importaba, un día yo también los cumpliría y mi fiesta sería muchísimo mejor que la suya.

Como mi padre había ido a dejarlo al aeropuerto, creí conveniente ir un rato a la Biblioteca Británica. Dejé una nota sobre la mesa del vestíbulo y me dirigí hacia uno de mis lugares favoritos dentro de esa fría ciudad.

Caminé hacia Newton, la enorme escultura metálica de Eduardo Paolozzi que adornaba parte de la gran explanada naranja rojizo. Tenía cierta fascinación con el sujeto desnudo que, inclinado, sostenía un compás.

Hasta donde tenía entendido, dicho monumento se había basado en una pintura de William Blake en la que se le hacía una crítica a Newton por sus conocimientos.

Los edificios detrás de la escultura, con sus grises techos inclinados, se veían de una tonalidad apagada. Miré al cielo; el viento que hacía ondear las banderas de las astas también soplaba nubes negras.

El reloj de la torre indicaba que apenas eran las dos de la tarde. Debía apurarme si quería encontrar un buen libro para hacer mi tarea sobre la participación de Canadá, y su repercusión, en la segunda batalla de Ypres.

Al seguir mi trayecto por la plaza fue cuando lo vi.

Era un chico de mi edad que, de no haber destacado por su ropa que parecía heredada por su padre, o por su abuelo, habría creído que era un reflejo en algún espejo invisible.

Aunque caminábamos de frente, él todavía no me había visto. Iba concentrado en no dejar caer los tres gruesos volúmenes que cargaba. Cuando estuvimos a un par de metros, me quedé quieto frente a él para que tuviera que detenerse.

Qué chico tan despistado, pensé.

Sin mirarme directamente, me esquivó. Antes de que se alejara más, lo llamé.

—Hey, amigo —dije elevando la voz. Volteó confundido; al mirarnos a los ojos, un escalofrío me recorrió la espalda.

Lo que sentí fue muy parecido a cuando hacía alguna travesura adrede y, segundos después, me arrepentía. Era ese zumbido en mi interior que a mamá le gustaba nombrar como Jiminy Cricket, la voz de mi conciencia; y que, justo en ese momento, susurraba en mi oído que había cometido un gran error.

El chico frente a mí parecía sincronizarse con mis pensamientos. A pesar de que al inicio su desconcierto fue evidente, no tardó mucho para que sus ojos refulgieran con algo que solo había visto en documentales sobre asesinos seriales que debía ver a escondidas, ya que mis papás decían que no era saludable que alguien tan pequeño viera ese tipo de programas.

Dilema [Saga Doppelgänger]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora