Capítulo 30

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ALEXANDRE


Monique sonrió con lascivia al tiempo que se limpiaba la comisura de la boca sin dejar de mirarme; observó su índice embadurnado y lo lamió coqueta. Sus mejillas tenían un rubor bastante rosado que combinaba a la perfección con el brillo de sus ojos marrones.

Me acosté en la cama junto a ella, atrayéndola a mi pecho para abrazarla después de descargar todo el cúmulo de sentimientos que, aún después de cinco días de haberla vuelto a ver, no podía abandonarme.

Si bien sabía que la extrañaba y que lo mejor hubiera sido volver a mi país, me propuse exorcizar su recuerdo como incentivo para regresar. Tomaría las riendas de mi vida y el escritorio de mi padre siendo un hombre libre que sobrevivió a un naufragio emocional.

La doctora fue pieza primordial para que los primeros días no resultaran contraproducentes. Después de volver a tomarla en la ducha se dio cuenta de la culpa que sentía; cualquier mujer se habría enfadado, pero ella no. Y para ser honesto, jamás me tomé la molestia de preguntarle la razón. Quizá sabía que lo nuestro nada más era físico, porque emocionalmente seguíamos siendo amigos —o al menos, así fue por mi parte al principio—; tal vez estaba necesitada de cariño, o incluso igual de jodida que yo. Solo Dios lo sabrá.

En mi sano juicio habría buscado un reemplazo que después no me doliera perder. No obstante, es todo un lío conocer gente nueva. Es demasiado engorroso iniciar con los coqueteos sublimes, el innecesario ritual de cortejo, gastar espacio en las neuronas guardando nuevos detalles, actitudes y datos que muy posiblemente después tendrás que desechar porque así son las cosas; son perecederas.

Se me hizo sencillo meterme entre las piernas de Monique —y bueno, entre otros lugares que ya se podrán imaginar—, puesto que me evitaba el trámite previo. De hecho, resultó reconfortante recaer en la rutina de vivir juntos, dar paseos por las tardes, salir a algún pub por la noche y, como un premio de consolación, coger donde se nos viniera en gana. Era una ecuación sencilla que no involucraba a terceros peligrosos.

A una semana de que Merybeth me dejara, cansado de no poder quedar satisfecho —emocionalmente hablando, claro está— por mucho éxtasis que Dunne me proporcionara, decidí hacer un movimiento que, de enterarse la pelirroja, volvería para terminar de acabar conmigo. Quizá lo hice por esa razón, o quizá porque en verdad quería superarla; aún no sé.

En fin, me llevé a Monique a una escapada romántica que terminé por denominar el tour Escocia-Canadá, no porque fuéramos a esos lugares, sino porque fueron los sitios en los que estuve con esa caprichosa mujer. Acampamos en Yorkshire, fuimos al acuario, nos subimos a la noria y tuvimos una cena romántica en un hotel que no fue el mismo, puesto que hubiera sido humillante que el chico de la recepción me viera con una mujer distinta después de haberle dicho que la otra era la correcta.

Sabía que el primer intento de un experimento nunca funciona. No esperaba poder olvidar la frustración de no llevar un condón si en esta ocasión nada me detuvo para hacer con ese cuerpo trigueño lo que mis más bajos instintos me dictaron. Tampoco creí que el dato de los pingüinos de Edimburgo fuera a surtir efecto porque el discurso que di en noviembre fue una sutil, meticulosa y metafórica insinuación que nos involucraba a Merybeth y a mí solamente. Asimismo, mucho menos vi factible experimentar ese grado de enajenación al mirar la expresión de embeleso al penetrar a una mujer, debido a que a Dunne le sobraba melanina y le faltaban las delicadas curvas.

Como recién había vuelto al hospital, no podía darse el lujo de alternar días de trabajo con ausencias injustificadas. Traté de adaptarme a esa realidad, trabajando vía satélite con mi mano derecha del proyecto y jugando a una vida doméstica al verla llegar.

Dilema [Saga Doppelgänger]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora