Capítulo cuatro

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✶ VISITAS ✶

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VISITAS 


Era viernes al medio día y la última hora estaba por comenzar. Sentada en una banca, intentaba convencerme de que el desvelo no era por causa del medallón ni de su dueño. Me parecía una niñada dormir con las luces encendidas, pero cada que las apagaba, sentía como si alguien me mirase. No podía conciliar el sueño de esa manera o ninguna otra forma.

Decidida en no pensar más alrededor del tema, ajusté las agujetas de mis zapatos deportivos y me paré dando un brinco junto al irritante sonido del silbato de la entrenadora. Una mujer cincuentona, de baja estatura, nariz chata, lentes de botella y con canas hasta en las cejas.

—Corran veinte minutos alrededor de la cancha. ¡Quien se detenga puede sumarse un cero al promedio! —gritó con el silbato crepitando entre sus labios.

Hice una mueca. Era un sonido que mis débiles oídos no podían tolerar.

—¡Duh! Eso no cuenta —musitó Natale Barone, la estudiante de intercambio.

Era de linaje Francés y sus padres vivían en alguna parte de París. Se quedaba en casa de April, mi compañera de clases, quien por impecables reportes había ido de suplencia a su hogar, a solo treinta minutos de la torre Eiffel. Suerte de cerebritos.

Todo el grupo de solo mujeres del penúltimo año nos formamos al borde de la cancha de baloncesto y comenzamos a correr. Por otro lado, les guardaba rencor a los hombres ya que gozaban de mejor suerte. El entrenador —como hacía de director al mismo tiempo—, casi no pasaba con ellos y tan solo los dejaba enganchados a una pelota de fútbol.

«¡Mátense!», les decía mientras lanzaba el balón al aire y luego desaparecía por "asuntos disciplinarios".

La entrenadora sopló el silbato fuertemente.

Con una leve sordera y el corazón vacilante me dejé caer al suelo. Los veinte minutos habían transcurrido lentos y martirizantes.

—No se sienten, ¡estiren! —bramó.

Difícilmente me volví a poner de pie. Podía sentir como mis piernas largas temblaban como un flan.

—Barone —dijo—, las guías.

Natale caminó hacia el frente, y con una petulante sonrisa plasmada en la cara empezó por el primer ejercicio. Al igual que ella y todas las demás, doblé la rodilla derecha y la mantuve diez segundos contra mi pecho, aflojé y después hice lo mismo con la izquierda.

En el siguiente ejercicio, me agaché para alcanzar las puntas de mis pies, pero el gran problema por culpa de mi altura se debía a que no era capaz de toparme más abajo de las espinillas.

—Becher, ¡baja más!

Su regaño causó mayor efecto injurioso que el estridente sonido del silbato.

El circo de Ashton #1 ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora