Capítulo 12 | El verdugo

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Cesar Pazzi Boia. Un hombre recto, formal, responsable, amable. El encargado y el Padre de la Basílica de San Pedro en la ciudad del Vaticano. Mucha gente asilada en este lugar le tienen un amor y cariño obsceno, hasta el punto que pareciera que lo creen algún ser omnipotente.

Que gran incompetencia de su parte.

Boia significa "verdugo" en el idioma de Pronas, según sus propias palabras. Personas que eran las encargadas de dar la ejecución o alguna tortura corporal a algún criminal condenado. Pensaba que ese oficio solo existía en la Edad Media. Se decía que era pasado de padre a hijo o entre familias, incluso muchas familias de verdugos se casaban entre si debido a la muy mala reputación que recibían.

Cesar sabe de torturas. Es su especialidad. Cada vez que viene a atormentarme usa una máscara diferente. Algunas son de tela maltratada; otras de plástico, incluso uno es de metal oscuro.

Pero, además de los instrumentos tortuosos que usa conmigo y las falsas caras que se pone siempre que viene, lo que más me aterra de él es su risa. Es una risa tan maliciosa, tan perversa, que incluso sus demonios internos le tendrían pavor con solo escucharla.

Cesar es un hombre escalofriante, maquiavélico y demoniaco. Todo eso lo disimula con una luz falsa que le da esperanzas a la gente.

Día 3

Mis muñecas comienzan a calarme por la fricción con el metal de las cadenas. Con solo moverlas siento un ardor intenso. Mis brazos inmóviles hacia arriba se sienten tan agotados que hacen que sufra pequeños desmayos por el cansancio.

La puerta rechina mientras Cesar pasa entre las bisagras oxidadas. La luz que logra entrar calan en mis ojos como disparos centellantes.

—Hola señor— Me dice con su tono de voz recto, como si tuviera el gusto de volverlo a ver—. ¿Cómo amaneciste hoy?

En su mano tiene otra mascara distinta, siempre cambiante. Es blanca y muy curvilínea. Se acerca a mí con esa cara maliciosa y sonriente que tiene siempre al verme sufrir y escucharme gritar. Yo solo me limito a verlo con odio.

—Vete... al carajo — Le maldigo frente a sus ojos.

—Gracias —Da un cuarto de vuelta a mi izquierda y se dirige a su pequeño almacén de "instrumentos de trabajo" —. Sabes, nunca me has dicho tu nombre después de todo es tiempo; ¿serias tan amable de decírmelo? Por favor.

Se vuelve a poner frente a mí, agachado y viéndome a los ojos, furiosos. Yo aprieto los dientes y le escupo en la cara.

Me mira sin cambiar su expresión seria. Se pone de pie y me pone el mismo saco negro que usó al traerme. Trato de sacármela de mi cabeza sin éxito. Su mano está rosando mi abdomen, como a un hombre tocando a su pareja en pleno acto. De un jirón, arranca mi camisa toda enmarañada y pareciera algún trapo viejo. Siento un aire frio recorrer la piel desnuda.

—¿Por qué haces esto? —Digo, jadeante.

—¿Por qué? —Lo escucho detrás mío—. El mundo merece una purgación. Dios hizo un trato con el Diablo, mandando a sus soldados como refuerzos hacia los paganos llenos de pecados —Un dolor punzante en exageración empieza a atravesar por debajo de mi axila, mientras lanza su carcajada—. ¿Cuál es tu nombre, querido?

Me resigno a gritar. Aprieto los dientes con fuerza y lanzo gemidos muy forzados. El dolor es agudo en extremo. Pequeñas agujas puntiagudas penetran en mi piel como si fuera un simple pedazo de carne.

—¡Basta! ¡Basta! —Grito, entre dientes.

—Dime tu nombre —Percibo su rostro del otro lado de la tela. Su voz siniestra detrás de su máscara se derrama por mis ojos—. Vamos, dilo. Dilo. Dilo. Dilo. Dilo —Varias otras agujas entran en mí. Siento corrientes de sangre avanzando desde las punciones.

Tormenta escarlata Vol. 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora