CAPITULO II

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Un Año Después

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Un Año Después

-¿Por qué no mira en el jardín del vecino? Seguro que Sansón estará montando a la Chihuahua del señor Spencer.
Señora Macyntire, por el amor de Dios... -Caroline apoyó lafrente sobre la mesa de su oficina de Nueva Orleans mientras
escuchaba la perorata diaria de la anciana-. Ha crecido la po-
blación mundial de perros callejeros gracias a su querido bull-
dog.
-No digas ordinarieces, jovencita.
-No lo hago, señora -se frotó la cara con la mano libre-.
Pero cada día me llama diciendo que Sansón no está y que ha
desaparecido. Y cada noche Sansón regresa a su casa para que
lo alimente y lo ponga a dormir en la cama si, pero un día te llamaré, y Sansón habrá desapareci-
do de verdad. Es un perro muy mayor y le puede suceder cual-
quier cosa.
-Señora, créame: mientras haya perras en el mundo, San-
són será inmortal.
Toc toc. Llamaron a la puerta de su despacho. -Teniente Forbes. -El oficial Matteo Donovan alzó la mano
para despedirse de su superior. Ya había acabado su turno diario.
Carolinr puso los ojos en blanco y deletreó con los labios:
«dispárame.
¡Dispárame!».
El rostro sonrojado del rubísimo y bueno de Matt se iluminó con una sonrisa -¿es la señora Macyntire? -susurró señalando al teléfono.
Care asintió cansada.
Matt soltó una risita y le dijo:
-Suerte.
Caroline lo despidió con un gesto de su barbilla. Mantuvo la
conversación con la anciana cinco minutos más, hasta que localizó al perro a través del chip y le dijo en qué esquina estaba:
en la calle perdido con Union.
-Oh, ahí está la caniche de Margaret -convino la mujer
emocionada. Nome diga? -preguntó fingiendo asombro-. Pues,
¡hala! ¿Ya está más tranquila?
-Sí, bonita, gracias. Que Dios te bendiga...
-Y a usted, señora Macyntire. Y a Sansón.
-Y a los Estados Uni...
-Amén -bizqueó.
Después de colgar el teléfono, se levantó y repasó los in-
formes de la denuncia por malos tratos que recaía sobre Jeremy Gilbert y de la pequeña red de camellos adolescentes que asediaban los institutos de De La Salle, Cabrini y Ben Franklin. Caroline y
el jefe de policía, Masón ya habían repasado las zonas de acción de los grupos. Y mañana habían previsto dar con el facilitador de las pastillas de éxtasis: el capo.
Y, al final, clavó la vista con tristeza en la nota que le había dejado Masón en la pantalla de su ordenador: «Logan Fell
está fuera».
-Joder... ¿Cómo puede ser, Jenna? -se preguntó, sin
poder creerse que ese maltratador estuviera libre de nuevo por-
que su mujer había retirado los cargos.
Había cosas que no podía controlar; y el miedo y la estupidez de las personas, eran dos de ellas.
Salió de su despacho y condujo con su Mini hasta su casa,
en la calle Tchoupitoulas. No podía decir ese nombre sin morirse de risa y pensar que quien le puso el nombre adoraba los
«Tchoupitos».
Nueva Orleans era una ciudad más bien tranquila. Después de haber sido parcialmente destruida por el Katrina, responsable de la muerte de más de la mitad de la población, los
ciudadanos tomaron conciencia de todo aquello que les rodea-
ba, y desde que se levantaron de la tragedia, la ciudad vivía en
una relativa y sana paz. Obviamente, no quería decir que fuera una ciudad de
santos, ni mucho menos. Menos mal que estaba el Barrio Francés, una zona preciosa y muy popular, repleta de casas de todos los colores y ambiente muy nocturno, en la que había clu-
bes y restaurantes donde siempre sonaba de fondo el inmortal
jazz... Y en el que cada tres pasos también te encontrabas un
club de striptease o un burdel camuflado. Ella, siempre que pa-
saba por ahí, se decía:
«Bienvenida al Barrio Francés, donde te pueden tocar lo
que quieras: el saxo o el sexo». Seguía habiendo vicio y alcohol,
los jóvenes se encargaban de alimentar las peleas de barrios y
cometer algún que otro robo ocasional... Pero no. Nueva Orleans no era el Bronx.
Sí, no le faltaba el trabajo. No obstante, echaba de menos
esas emociones fuertes que soñaba experimentar desde pequeña. Las mismas que te recordaban que estabas viva. Y perseguir a Sansón o vigilar a un grupo de chavales en fase de experimentación no era nada arriesgado, nada por lo que pudieran darle una medalla al honor.
A Katherine sí que se la darían en algún momento; y Caroline se
emocionaba solo de pensarlo.
Seis meses atrás la habían ascendido, eso sí. Masón, el
actual capitán de policía, la promovió de sargento a teniente.
¿Por qué? Porque había detenido a Logan a punto de matar a
su mujer, Jenna, a golpes.
Sus padres estaban tan orgullosos de ella que no cabían
en sí de la emoción.
Pero a Caroline le costaba fingir que se sentía bien y feliz. Para que la entiendas: adoraba su pueblo, su ciudad. Pero ansiaba
estar en Washington, donde se gestaban la mayor parte de las
decisiones estatales. Tal vez pecara de ambiciosa, pero esa era
su naturaleza de superhéroe. Y hacerle la maniobra de Heimlich al viejo Luke porque por enésima vez se había tragado la boquilla de su pipa de madera no era nada por lo que poder tirar cohetes. Sí. Había salvado una vida. Pero... ¿no había algo más?
¡Pues sí! Por eso, en una semana, realizaría de nuevo las
oposiciones para entrar en el FBI. Lo haría todo de maravilla y
no se dejaría embaucar por el maldito Lockwood. No. Esta vez diría aquello que el viejo Gollum anhelaba oír.

Entre Latigos y CariciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora