CAPÍTULO XI

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El BDSM es un viaje de autodescubrimiento, en el que cada paso que dan juntos amo y sumisa debe darse en la misma dirección, en una misma vibración

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El BDSM es un viaje de autodescubrimiento, en el que cada paso que dan juntos amo y sumisa debe darse en la misma dirección, en una misma vibración.

Ringo la miraba desde detrás de su vaso de agua de cristal rojo. Era cómico observar cómo intentaba asimilar esos colores para camuflarse con él; pero Caroline había llegado a creer que Ringo tenía problemas de daltonismo. Su pobre y querido camaleón había adquirido un tono purpúreo bastante extraño.
—Eso no es rojo, Ringo.
Klaus se había levantado antes que ella, dejándole una notita sobre la almohada diciendo que volvería en veinte minutos,
que tenía una alerta en su iPhone del foro D&M. Iría a la biblioteca, se conectaría desde ahí y revisaría su correo. Y después
traería el desayuno para que ambos lo compartieran.
Klaus y compartir eran dos palabras que le ponían el pelo de punta.
Ella hubiera preferido acompañarlo, en cambio, él anteponía su descanso a todo lo demás. Para su amo, era muy importante tenerla bien sosegada para las duras jornadas sexuales que estaban llevando a cabo.
Con ese pensamiento, y Ringo subido a su hombro, se dispuso a hacer la colada.
Llevaba un pequeño pantalón short corto negro y la parte de arriba de un biquini de triangulitos del mismo color. Se había recogido el pelo en un moño muy alto, ligeramente desordenado.
No le gustaba maquillarse demasiado; pero esa mañana se puso brillo de labios natural, una sombra de color tierra en los párpados y repasó la línea de los ojos con color verde oscuro.
Había dormido tan bien esa noche… Ni diosas interiores ni leches: la diosa zorra de la sensualidad la había poseído.
Sus extremidades parecían flotar; tenía el trasero vivo y estimulado, como si sintiera todavía sus caricias y sus azotes. Menuda locura lo que estaba viviendo. Aunque era todavía más confuso darse cuenta de que estaba esperando, casi ansiosamente, las nuevas lecciones de su amo-tutor, barra agente federal.
Para su sorpresa, mientras esperaba a Klaus y aprovechaba para mantener un orden aceptable en su casa, observó que parte de las zonas de su hogar que necesitaban un poco de carpintería y bricolaje estaban saneadas, limpias y arregladas.
Solo hacía tres días que ella y Klaus convivían, y era obvio que no estaban permanentemente dándose cachetadas y regalándose orgasmos. Pero si él madrugaba, al parecer, se dedicaba, entre otras cosas, a arreglar la barandilla de madera del porche, algunos zócalos sueltos del suelo y un par de vigas de madera del techo que no estaban del todo bien ajustadas.
Con una sonrisa de sorpresa y satisfacción, caminó con la cesta de la ropa sucia por el jardín, bordeando la mesita camilla de las deliciosas torturas, hasta llegar a la pequeñita casa de madera en la que disponía de lavadora-secadora.
Abrió la puertecita y metió la ropa sucia. Los zócalos de la puerta se habían limado y barnizado, y las esquinas estaban ligeramente modificadas para que se abriera y cerrara mejor. Al lado de la casita, de manera ordenada, se amontonaban uno auno los paneles de madera que había utilizado para la restitu-ción de la pequeña cabaña. Las bisagras ya no rechirriaban. Encendió el programa correspondiente y esperó a que el aparato efectuara sus particulares exabruptos y rocambolescos ruidos.
Sin embargo, para su estupefacción, hubo un silencio absoluto.
—Hay que joderse —susurró Caroline mirando a Ringo—. El malvado amo también ha arreglado la lavadora… Es un chollo.
Ringo movió sus ojos con descordinación y siguió jugando con un mechón de pelo rubio que se había soltado de su moño.
Después de hacer sus tareas, tomó los informes y repasó las normas del torneo. En principio, eran bastante claras y, por lo que ella había comprendido, los duelos consistirían en llegar al orgasmo de tal o cual manera o en evitarlo, por muchas perrerías y ejercicios lascivos que pudieran cometer para estimularla; así como en alcanzar una serie de orgasmos, o en no pasar de una cifra determinada; también en la capacidad de
aguantar el dolor sin llorar, o en la capacidad de no gritar. Y, si en algún momento se pronunciaba la palabra de seguridad, esa
pareja estaba eliminada.
También debía memorizar las posibles combinaciones para salvarse: desde las cartas que habría en los cofres, hasta la
unión de varios personajes en una misma escena, o la aparición de Uni y la colaboración de los Amos del Calabozo.
—Y los Monos voladores, acuérdate —se dijo a sí misma—.
Son unos ladrones y pueden quitarnos los cofres y los objetos.
Las sumisas y los amos serían valorados como pareja, pero también individualmente.
Oh, se olvidaba: tendría que hablar con Klaus sobre su disgusto sobre el anillo de O y también sobre el spanking en los pechos. No quería que nadie le abofeteara las tetas; para eso, que se pisaran los huevos.
Las cachetadas entre las piernas le parecían muy estimulantes, pero en los pechos… No. Los quería mucho y tenía una relación demasiado empática con ellos como para que Klaus los golpeara. Y sabía que no lo haría para menospreciarlos, por supuesto, sino que lo haría para excitarla y hacer que la sangre
bombeara en sus pezones, pero no le gustaba. No se sentía a gusto.
Ni tampoco en la cara. No le gustaban las bofetadas en la cara.
En el BDSM se podía abofetear sutilmente a los sumisos.
No se les dañaba, no se les hería. Era como una leve cachetada sonora, que picaba un poco, en la mejilla, nada más, para mantenerlos alerta y que supieran quién estaba al mando. Aunque ella había decidido que de eso nada.
—No al anillo de O, no al spanking en los pechos ni en la cara. —Repitió leyendo el diccionario de BDSM de su iPad que
Klaus le había transferido dos días atrás. Lo había sacado de la Wikipedia—. Bueno… Ahora solo falta saber preparar mi atrezo, y también descubrir dónde se celebrará el torneo —revisó los mapas del anterior—. El último transcurrió todo el Sur de Estados Unidos…
Caroline escuchó un ruido en la parte trasera de la casa. Miró hacia atrás extrañada.
—¿Hola? —Agarro a Ringo y lo dejó sobre el centro de la mesa de la cocina—.
No te muevas —le ordenó.
A paso ligero, salió al jardín interior, donde había estado hacía unos minutos, y se encontró con que las maderitas que
antes yacían ordenadas estaban esparcidas por el suelo.
Se acercó a recolocarlas mientras decía malhumorada:
—Seguro que es el gato de la vecina. Estoy harta de que me deje cagaditas por todo el jardín…
—¿Hablando sola? —Klaus entró en modo silencioso, cargado con una bolsa de cartón entre las manos.
Caroline dio tal brinco que estuvo a punto de caerse de bruces.
—¡Por el amor de Dios! —gritó llevándose la mano al pecho—. ¿Eres un amo psicópata y sádico? ¿Quieres matarme?
Klaus sonrió y la repasó de arriba abajo.
—Para ser un agente de policía…
—Prematura agente del FBI —corrigió, todavía impresionada por la irrupción y levantándose poco a poco.—… deberías cuidarte mejor las espaldas.
—Sí, señor —gruñó fingiendo que su palabra era ley.
—Mmm… No te creo cuando hablas en ese tono, Caroline.
—No entiendo por qué, señor —replicó inocentemente.
—Ni te creo cuando pones esa carita de que nunca has roto un plato. Pero no importa, ven y desayunemos. —Dejó el paquete sobre la encimera y empezó a sacar todo lo que había
comprado para desayunar—. ¿Tienes hambre?
Caroline se sentó en el taburete.
—Sí. Pero como has dicho que te esperara, mientras tanto, he ido haciendo tiempo.
Klaus miró aprobatoriamente las hojas del informe y el iPad con el diccionario BDSM.
—Buena chica —la felicitó.
Caroline carraspeó y se removió en el taburete acolchado de color rojo. Cuando escuchó esas dos palabras, su cuerpo se activó. ¿Pero qué demonios le estaba pasando? ¿Se estaba convirtiendo en una ninfómana?
«Buena chica… ¡Zas! ¡Zas!».
—¿Hay algo que quieras preguntarme? —preguntó sacando los cafés y dejándolos sobre la mesa.
—Oh, me encanta este café… —murmuró ella, iluminada por la alegría.
—Lo sé. Tienes sobres de azúcar de la cafetería en el cajón de los condimentos.
—Empiezas a asustarme, señor observador.
—Es mi trabajo —se encogió de hombros—.Dime, ¿qué quieres decirme?
—Sí. Respecto a nuestro código de acción como pareja…
—¿Sí? ¿Algo que no te haya quedado claro?
—No. Es solo que quiero añadir tres cositas más que NO —remarcó— deseo hacer.
Klaus arqueó la ceja partida y se acercó a ella.
—Oh… ¿De qué se trata?
—No quiero llevar un anillo de O. Ni tú tampoco.
—Ah, ¿yo no quiero llevar un anillo de O? —preguntó disimulando una sonrisa—. Si no lo lleva mi sumisa, ¿qué sentido tiene que lo lleve yo? Ella se puso roja como un tomate.
—No quiero demostrar sumisión a nadie en ese torneo. Solo a ti, y porque estamos en una misión, claro.
—Ya, claro.
—La cuestión es que sé que es una especie de referencia a «Historia de O». Que se lo ponían las sumisas en el dedo como una muestra de estado de sumisión a todos los varones «socios» del club de dominación de la novela. No pienso llevar un anillo así en ese torneo. Me puedo someter a ti, pero no tengo intención de someterme a nadie más. Y si pretendes que…
—Ni hablar —la cortó él tajante.
—¿Cómo? —preguntó horrorizada.
—Tampoco tengo intención de compartirte, Caroline.
Caroline se relajó, impactada por la vehemencia y el tono de su negación. Se sintió halagada.
—Además, eso despertará más la curiosidad sobre ti. Entenderán que soy muy celoso respecto a mi sumisa y tendrán más ganas de seducirte y de entender por qué soy así contigo.
Halago al garete. Genial, solo lo hacía por eso. Bueno, no importaba. El hecho de que otros pudieran tener autoridad sobre ella no le hacía ninguna gracia; y saber que no se sometería
ante otros y que él tampoco lo deseaba, la tranquilizó.
—Aunque, esa decisión de no compartir ya no estará en nuestras manos si tenemos duelos y los perdemos, ¿recuerdas? Las Criaturas podrán ordenar lo que les dé la gana.
—Sí. Pero no llegaremos a ese punto. Encontraremos todos los cofres.
—Está usted muy segura de sus facultades, señorita Forbes.
—¿Usted no lo está de las suyas?
—Considero que hay más participantes. Hay que tenerlos en cuenta. Y tú también deberías considerarlos, pequeña. —Le toco la nariz como a una niña y sonrió con ternura.
Caroline parpadeó impertérrita. Bragas al suelo. Increíble.
Klaus la asombraba y la dejaba sin argumentos cuando se comportaba así.
«¿Sigo sólida o me he deshecho?», se pregunto.
Klaus la tomó de la barbilla y le alzó un poco el rostro. Sentada como estaba, él le sacaba al menos dos cabezas y media.
—Me gusta que tus labios brillen así.
¿Te has maquillado?
—Eh…
—Sí. Eres muy bonita al natural, Caroline. Pero con que solo te pintes un poco…
Llamas mucho más la atención. Es por tus ojos.
—¿Qué… Qué les pasa? —preguntó asustada.
—Tus ojos son… ¿Sabes cómo son?
—Mmm… ¿Grandes?—Grandes… Sí. Dime, Caroline —se estaba embebiendo de ella—, ¿tienes alguna duda más? ¿Algo más que objetar?
—No me abofetees las tetas ni la cara. Si lo haces, te arrancaré los dientes.
La imagen de Caroline devolviéndole una bofetada sexual, o sacándole la dentadura como una sádica, hizo que la soltara y
emitiera una increíble carcajada.
—¿De qué te ríes? —preguntó extrañada—. Lo digo muy en serio, Klaus. Nada de cachetadas de ese tipo o… —¿O qué? —Tan rápido como la había soltado, giró su taburete y la arrinconó entre él y la barra americana de la cocina—. ¿O qué, brujita? ¿Qué me harás?
—¿A qué vienen tantos diminutivos cariñosos? —Caroline olió su aliento a menta y recordó que Klaus era un adicto a los Halls—. Me pones nerviosa. ¿Te estás ablandando, señor?
—Yo nunca me ablando, Caroline —ronroneó pasando el dorso de sus dedos por su mejilla—. Siempre estoy duro. Un punto para el gigante. Se quedaron en silencio, mirándose el uno al otro. Caroline no sabía qué sucedía; y si lo sabía, no quería pensar mucho en ello.
«Mierda. Mierda. El señor rayos X empieza a ser peligroso para mí».
Él la besó en la comisura de los labios y a Caroline se le cortó la respiración.
—Esto por bruja —murmuró sobre aquella zona, apartándose rápidamente de ella—. Vamos a desayunar.
—Sí. —Parpadeó repetidas veces hasta que salió del trance. Maldijo no tener lengua de sapo y habérsela metido en la boca. Pero era humana y lenta, ¿qué se le iba hacer?
—Estoy hambriento.
—Y yo —murmuró. Y no se refería a la comida.
Sentados en los escalones que daban al jardín interior, comieron las famosas beignets de Nueva Orleans, originarias del Mardi Gras que se celebraba en febrero y marzo. Eran unos buñuelos parecidos a los donuts sin agujero, rellenos de crema y con azúcar glas y todo tipo de toppings por encima.
A Caroline le pirraba ese desayuno goloso y comprobó que Klaus disfrutaba devorándolos. Se sonrió al verla comer de aquel modo tan glotón, bebiendo de su café para después meterse un buñuelo entero en la boca. Y otro y otro… ¿Cómo podía comer así y tener ese
cuerpo tan increíble? Él la miró de reojo y se echó a reír. —¿Qué pasa? —preguntó Caroline.
—Te ensucias tanto como cuando eras pequeña —observó sonriente—. De pequeña te manchabas hasta la nariz cuando comías beignets.
—Me extraña que recuerdes cómo comía —contestó mordiendo un trozo rebosante de crema—. Tú nunca querías que estuviera cerca. Te molestaba.
Klaus frunció el cejo como si ese recuerdo no contrastara con el que él tenía.
—Me molestabas… porque me ponías nervioso. Eras una inconsciente y no tenías sentido de lo que era peligroso para ti, y tenía que estar todo el tiempo vigilándote.
—Claro… —Puso los ojos en blanco—. Me vigilabas tanto que solo mirabas hacia donde estaba mi hermanita. Eh, pero lo
comprendo. —Levantó una mano manchada de azúcar—. Mi hermana era como una princesa nórdica, y yo era «la barbie», «hueca, sin nadacen la cabeza»… Y todas esas grandes protagonistas femeninas llenas de personalidad —bromeó.
—No. —Él le agarró la muñeca—. Tú eras solo Caroline. —Sonrió adorablemente y levantó la otra mano para limpiar sus comisuras manchadas de azúcar glas con el pulgar al tiempo que llevaba los dedos de la mano que tenía retenida a la boca.
Sin apartar los ojos de ella, los succionó y los lamió, hasta dejarlos limpios.
Los ojos verdes de Caroline se dilataron.
—¿Te gusta esto, Caroline? —preguntó, disfrutando al tener uno de sus dedos en la boca.
Ella suspiró y semicerró los párpados.
—Contéstame. Ups. Voz de amo. Empezaban las instrucciones.
—Sí, señor. ¿Vamos a empezar con otra lección? —preguntó con el corazón brincándole en el pecho. «Como me chupe
el índice así otra vez, me tendré que cambiar de braguitas…», pensó abrumada. Estos actos espontáneos no sabía a qué se debían; ¿eran parte del papel de amo o eran parte de Klaus?
—Sí. Estoy deseándolo. ¿Quieres que empecemos? —Besó la punta de sus dedos y la liberó.
—Deberíamos.
—Me matas, Caroline —reconoció, admirando su determinación y su poca práctica para camuflar sus emociones.
—¿Te mato? —Se aclaró la garganta, relamiéndose los labios y recuperando el sentido común—. A mí me mata ver que
eres capaz de comerte veinte beignets y que no te salga ningún miserable michelín, señor.
Él se tocó la panza plana y resopló saciado, como si ese momento «Frigo mano» jamás hubiera sucedido.
—Constitución, nena. Y ahora —se levantó, se estiró como una enorme pantera y le ofreció la mano—. Empecemos. Se hallaban en su habitación. Klaus estaba sentado en la
cama y tenía a Caroline de pie ante él.
—Quítate la parte de arriba de ese delicioso biquini que llevas —ordenó en su papel de amo, apoyado con las manos en el colchón y reclinado ligeramente hacia atrás.
—Sí, señor. ¿Te gusta?
—Los tonos oscuros y sexys quedan muy bien en ti. Me estoy imaginando cómo irás al torneo. —Repasó su estrecha cintura y sus caderas ligeramente redondeadas y marcadas. Caroline estaba en forma, no había ninguna duda—. Te imagino con un corsé y una falda cortísima a juego. Llevarías el pelo recogido en una cola alta y un antifaz negro.
—¿No me digas? —se quedó en topless delante de él. Todavía tenía los pezones sensibles después de la presión y por los
besos y lametones de la noche anterior.
—Oh, sí… —murmuró tocándose el paquete sin ser consciente de que lo hacía—. Acércate.
Caroline, descalza y vestida solo con el short negro, obedeció y se colocó entre sus piernas.
—Ya estoy aquí.
—Sí… —Klaus posó las manos en su cintura y tiró de ella hasta que pudo enterrar la nariz entre sus pequeños pechos.
Movió la cara de un lado a otro, frotándose contra su piel. Se sentía tan bien ahí… Alzó la cabeza y, apoyando la barbilla entre el valle de sus senos, preguntó—: ¿Te duelen los pezones aún? —Sí —contestó—. Pero…, es un dolor agradable. No me puedo rozar con nada.
—¿No? ¿Ni con esto? —Sacó la lengua y lamió un pezón con parsimonia y dedicación.
Caroline se apoyó en sus hombros y vibró cuando lo tomó todo entero y se lo metió en la boca.
—Klaus…
Un mordisco de advertencia en la mama le hizo recordar que no era Klaus en ese momento. Cuando tuvieran sexo, siempre sería señor para ella. Nadie podía llamarlo por su nombre, porque ninguna sumisa podía hacerlo.
—Señor. —Inmediatamente la presión de los dientes cesó, y fue sustituida por una succión y una mamada. Mientras él le trabajaba los pechos, sus diestras manos procedieron a desabrocharle el pantalón y a deslizárselo por sus piernas, llevándose también la parte de abajo del biquini.
—¿Nos íbamos a bañar luego en tu «piscuzzi»? —preguntó él cubriendo todo su sexo desnudo con una mano—. ¿Por eso llevas biquini?
Caroline palpitaba entre las piernas, preparándose para lo que fuera que viniera, deseosa de recibir una nueva instrucción.
El BDSM tal y como se lo enseñaba Klaus le estaba gustando; además, la desinhibía de todas sus vergüenzas. Permitía que él la tocara de todas las maneras, porque era necesario que fuera preparada al torneo. Aunque no la había besado en la boca en ningún momento, a excepción del besito del otro día; pero eso no podía considerarse beso oficial. Y, cuando pensaba en besar, pensaba en un beso de verdad, de los largos y húmedos que la dejan a una sin respiración ni argumentos. Ni tampoco la había penetrado con su miembro: no habían tenido sexo como lo que la palabra engloba convencionalmente. Y se empezaba a preguntar por qué. Y cuanto más se lo preguntaba, más anhelaba ese tipo de contacto. Pero eso era lo que los diferenciaba de ser una pareja laboral amo-sumisa, a ser, probablemente, más que una pareja de BDSM. Si ella lo besara, ¿qué haría Klaus? ¿La rechazaría? Si ella le atacara y lo pusiera tan caliente que no pudiera hacer otra cosa que hacerle el amor de verdad, ¿se lo haría? «Deja de pensar en historias románticas, Caroline. Klaus es un amo y ya sabes por lo que está contigo. Corta el rollo, ¿quieres?».
Klaus la frotó entre las piernas y, al mismo tiempo, besuqueó, lamió y mordisqueó su otro pezón. Ella cerró los ojos y acarició su cabeza. Le gustaba el tacto de su pelo pincho bajo las manos. Entregada a las sensaciones, siguió pensando en el BDSM. Era un ejercicio que no estaba exento de dolor, porque había dolor físico en sus juegos sexuales, pero era una aflicción demasiado sensual para considerarla como aflicción o tortura física. Estaba comprendiendo que el BDSM no se trataba de hacer daño para provocar ni para castigar. Los juegos de dominación, sumisión y bondage, iban dirigidos a despertar sensaciones distintas en el cuerpo, que aumentaban después el placer. Y ese tipo de placer que Klaus le ofrecía la estaba volviendo loca.
—¿Caroline?
—¿Piscuzzi? —repitió con una sonrisa.
—Es un híbrido entre piscina y jacuzzi. Es lo que tienes en el porche del jardín.
—Sí…, yo… pensé que después podríamos remojarnos.
—Mmm… No sé si podrás. Depende del tipo de juguetito que elija para ti.
¿Tienes calor? ¿De verdad te apetece ese baño? —preguntó solícito.
—Sí. Estamos en pleno julio. La humedad aquí es casi selvática y hace un sol de mil demonios. Me gustaría que…
—Se puso roja y abrió los ojos verdes y dilatados hasta focalizar en su mirada, azul y oscura—. ¿Qué juguetito toca hoy?
—Tenemos que seguir trabajando tu resistencia. Tengo que saber cuánto puedes aguantar, cuánto autocontrol posees.
Así que durante toda la mañana —dio un último lametón a su pezón y alargó la mano para coger una caja plateada que había
dejado sobre el colchón—, vas a llevar esto en tu interior.
Caroline alzó ambas cejas hasta que desaparecieron entre su flequillo. ¿Una caja plateada?
—Es una bala vibradora.
—El agente Mikaelson y su afición a las balas —bromeó tomando la cajita entre sus manos y abriéndola para ver su interior. Había un vibrador de goma de color lila, con los extremos ovalados. Tenía tres centímetros de grosor y seis de longitud.
Klaus lo sacó de la cajita y le mostró el control remoto que se encontraba bajo la tapa superior.
—Yo controlaré tu cuerpo, Caroline.
¿Y cuando no lo había hecho en esos cuatro días?
—Es una bala un tanto grande, ¿no?
—Vibra, tiene diez velocidades y es resistente al agua. Además, funciona a control remoto. —Klaus apretó el botón de su mando, y el objeto de placer vibró y tembló entre sus manos—. Abre las piernas.
—Mmm… ¿Me lo puedo poner yo?
—Abre las piernas, Caroline.
—Sí, señor —contestó al instante. Oye, eso era bastante grande, y Caroline no era precisamente fácil para las penetraciones.
Sería como si él la penetrara con un micropene… Pero Klaus y micro pene no compatibilizaban nada. El pene de Klaus era el doble de grueso que eso, y cuatro veces más largo. Pensar en ello la humedeció.
Klaus le acarició el interior de los muslos con las manos; y, entonces, tiró de ella hasta inclinarse y hundir la nariz en su ombligo. Colocó las manos enmarcando su vagina y la abrió ligeramente con los pulgares.
—Caroline, eres muy apetitosa ahí abajo.
«Tienes unos gustos culinarios muy raros», pensó ella a punto de sufrir un cortocircuito.
—Voy a prepararte y después te introduciré esto, ¿sí? «¡Ja! Si piensas que voy a decirte que no, vas mal chico».
—Sí, señor. —¿Ese tono sexy era de ella? Oh, Lady Perversa había vuelto. Para su amiga sería «La diosa zorra». Klaus la acarició con el pulgar y estimuló su clítoris hasta que se hinchó.
Para él era como un ejercico impersonal. Sus manos no temblaban casi; y ella parecía un maldito vibrador. Qué injusto ser mujer y, además, vainilla.
Entonces, él posó su increíble y mágica boca sobre su brote excitado; y no estuvo más de veinte segundos prestándole atención, pero fueron suficientes como para que se humedeciera y se lubricara.
Cuando apartó los labios, Klaus se pasó la lengua por las comisuras, como si hubiera disfrutado de un manjar y, feliz como un renacuajo con un juguete, empezó a deslizar la bala vibradora a través de su entrada.
—Esto no es una bala —se quejó Caroline respirando superficialmente—. Es un mini bazoca.
Klaus alzó la comisura de los labios y volvió a inclinarse hacia adelante. La besó sobre la raja mientras introducía el aparato en ella.
—Relájate. Ya lo estás tomando por completo.
—Ay, Señor. —El Dios, no el amo.
—Chist… ¿Ves? —Lo movió en su interior, imitando una penetración—. Todo entero. Déjame que lo meta un poco más y me asegure de que no se salga. —Esta vez, no solo metió la bala, sino que empujó los dedos en su interior hasta colocarlo casi a la altura de la pared de la vejiga.
Caroline echó la cabeza hacia atrás y gimió por lo bajo.
—Caroline, tienes que soportar toda la mañana con esto. ¿De acuerdo?
—Mmm… Bueno…
—Yo iré midiendo las velocidades. —Meneó el mando entre sus dedos—. No quiero que te corras; y, si lo haces, me daré cuenta y entonces… Zas, zas en el culo —se levantó y la tomó de la cara—. ¿Entendido?
—Sí… —tragó saliva—. Sí, señor. Klaus la besó en la mejilla.
Caroline estaba por decirle que se dejara de besos pueriles y le metiera la lengua en la boca, pero no podía exigirle eso.
—Ponte el biquini y ven abajo. —Le ordenó dejándola ahí de pie. Se detuvo en el marco de la puerta y la miró por encima del hombro, llevándose los dedos que habían estado dentro de ella a la boca—.
¿Caroline? Ella se dio la vuelta para mirarlo. Tenía las mejillas rojas y los ojos a rebosar de deseo. Klaus sonrió como un jodido pirata, levantó el mando y le dio a la segunda velocidad.
Caroline trastabilleó hacia atrás hasta quedarse sentada en la cama, pero eso era peor; así que se levantó como un muelle.
—No te corras, nena —repitió bajando las escaleras con una erección de caballo.
Caroline vio su tienda de campaña y sonrió.
Aquello era muy malo. Él se contenía siempre.
Ella iba abocada al fracaso. El vibrador la iba a matar. ¿A qué jugaban?

Entre Latigos y CariciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora