CAPITULO XII

873 48 6
                                    

Los amos y las sumisas deben descubrirse y reconocer que uno necesita del otro

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Los amos y las sumisas deben descubrirse y reconocer que uno necesita del otro.
La instrucción era demasiado dura.

Klaus la tocaba y la acariciaba, estimulándola para alcanzar el orgasmo, pero luego se retiraba y la dejaba sola y abandonada.
El «piscuzzi» se había convertido en un maldito ring de tortura.
Caroline ni siquiera dejaba que él se acercara, y lo mantenía alejado de ella, poniéndole un pie en el pecho.
—Basta, por favor… No puedo seguir así —se quejó, mojada en todos los sentidos, hasta el tuétano—. De verdad, no puedo…
—Lo estás haciendo muy bien. —Klaus se echó a reír, tomándole el pie que lo mantenía a distancia y llevándoselo a la boca—. Sé que es duro, pero es importante que escuches a tu cuerpo, y seas dueña también de tus propias sensaciones.
—No soy dueña de nada —gruñó enfadada—. Tú le das a esos botoncitos a tu antojo y me estás dejando frita. En mi vida me he sentido así. Me tiemblan hasta las pestañas, señor.
—Llevamos dos horas aquí.
—Soy una pasa. ¿Qué tipo de pilas tiene esto? ¿Las Eternity?
—No te has corrido todavía. Nunca había visto tanto autocontrol en una mujer como el que estás teniendo tú, Caroline. Diría que has nacido para ser desafiada. Ella levantó la barbilla.
—Te dije que te iba a dejar con la boca abierta —replicó su lado competitivo—. No bromeaba.
—Dios…
—No te atrevas a acercarte otra vez, señor. Déjame tranquila o deja que me corra.
—Eres tan sincera… Hablas sin tapujos y eso me encanta—gruñó tirando de su pierna para abrazarla y mantenerla en contacto con su cuerpo.
—¡Que no! ¡Klaus, no me toques!
—No te toco… Solo te sostengo —bromeó esquivando sus manos.
—¡Quieres hacerme perder!
—El torneo será así. Si caes en otras manos probarán todo lo que sepan y puedan para hacerte sucumbir, Caroline. No tienen clemencia.
—¡Tú tampoco!
—Yo soy bueno… —aseguró teatrero—. Mira. —La tomó de las nalgas y deslizó las manos por debajo del biquini, atrayéndola hasta su erección, frotándose contra su entrepierna.
Ella se estremeció, mordiéndose el labio inferior.—Voy a correrme. —Y lo dijo de un modo que no aceptaba réplica alguna.
—Yo decido cuando lo haces. —Le pellizcó las nalgas y después las masajeó.
—¡Ay! —Mierda, se había ido su orgasmo, pero volvía a crecer más fuerte.
—Prepárate —susurró en su oído, manteniendo las embestidas y llevando el control—. ¿No puedes más?
—No —gimoteó ella agarrándose al borde del jacuzzi.
Klaus valoró su resistencia. Dos horas era demasiado tiempo. Estaría muy hinchada, sensible y dilatada.
—¿Quieres correrte?
—Déjame tranquila…
—Pídemelo por favor.
Ella gruñó y cedió a su pedido. Necesitaba liberarse o iba a desmayarse. A regañadientes claudicó:
—Por favor, señor.
—Entonces, estalla cuando quieras, Caroline.
¡Por fin! Ella movió las caderas, acercándose a él, disfrutando de su cercanía y del modo en que la abrazaba.
—Estás duro —gruñó sobre su hombro. Coló una mano entre sus cuerpos y, atrevidamente, lo tomó entre sus dedos. Si ella estallaba, ¿por qué él no la acompañaba?
—No toques sin mi permiso, Caroline.
Ella negó con la cabeza. Tenía el rostro sonrojado y el cuerpo demasiado sensible.
—Caroline…
—Quiero que te corras conmigo —murmuró sobre su oído.
Klaus apretó los dientes. Las burbujas del «piscuzzi» de agua fría acariciaban sus cuerpos ardientes. Los masajeaban,
excitándolos más de lo que ya estaban.
Caroline hundió el rostro en su cuello y siguió estimulándolo.
Arriba y abajo. Arriba y abajo.
—No… —refunfuñó él. Caroline era una arpía, y lo estaba desobedeciendo abiertamente. Era ella quien debía entrenar. No él. Él tenía un autocontrol muy conocido en el ambiente, no
necesitaba… ¡Mierda! Lo estrujó, y él cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, una determinación llena de fuego brilló en su
mirada—. Mierda… Tú lo has querido.
—Oh… Caroline suspiró llena de placer cuando notó que los dedos de Klaus hurgaban en su entrada y se introducían en ella acompañando el ritmo de la bala. Dedos y bala, todo dentro de ella.
—Córrete, Klaus… señor. Córrete conmigo.
Klaus frunció el ceño. Miró hacia abajo y, al ver que la pequeña mano de Caroline lo trabajaba a ese ritmo, se sorprendió de lo rápido que iba a obedecer a su orden.
¡Pero el amo era él, no ella!
—Caroline…
—¡Me voy!
Sintió un latigazo recorrer todo su cuerpo, desde los pezones al útero. La bala se movía sin descanso, los dedos la dilataban.
¡Flas! El orgasmo la hizo gritar y arquear la espalda mientras se agarraba al cuello de Klaus con una mano, y con la otra lo hacía explotar entre sus dedos.
Klaus revisaba las hojas fotocopiadas del foro, que había impreso en la biblioteca.
En el mensaje privado decían que ya le habían enviado la baraja oficial del juego Dragones y Mazmorras DS para que se familiarizara con las cartas. El lunes le habían pedido una dirección postal de envío; dio la dirección de las oficinas de correos de Nueva Orleans y ya tenía el paquete esperando para él.
Por otro lado, le habían reservado plaza para él y para su acompañante en un avión que saldría el domingo a las cinco de la mañana desde el aeropuerto Louis Armstrong dirección a las Islas Vírgenes de los Estados Unidos. ¿Se realizaría allí todo el torneo? A Klaus le parecía interesante tal elección. Lo cierto era que, como representación de Toril, habían dado en el clavo. Pero, ¿por qué habían reducido el campo de acción? El anterior torneo había pasado por, al menos, tres estados. Y esta vez se iba a realizar en un conjunto de islas ubicadas en el Caribe, dependientes de los Estados Unidos de América.
Tenía que pasar la hoja de gastos al FBI…
Su iPhone sonó; vio la llamada de Damon.
—¿Lo has recibido, señor? —le dijo el agente infiltrado.
—Sí, Damon.
—¿Por qué las Islas Vírgenes? Limitan mucho el radio de acción.
—Sí —asumió—, no obstante, pueden controlar mejor el torneo. En la primera edición se les fue de las manos. Esta vez, si hay algún contratiempo, no dejarán cabos sueltos.
—¿Debemos esperar alguna instrucción, señor?
—De momento seguir como estamos.
¿Estás preparado?
—Sí.
—¿Y Bonni?
—También.
—¿Han recibido las barajas?
—Sí. Esta misma tarde iré a recogerlas a la oficina de Correos de Washington.
No iban a utilizar direcciones, ni nombres, ni siquiera teléfonos que pudieran ser seguidos o registrados por alguien ajeno a la organización del rol.
—Perfectamente bien tienen alguna noticia del ambiente?
—Las dos noches que hemos salido nos hemos encontrado con los asiduos y, como siempre, máxima discreción entre todos. No hay mucho que averiguar. La Reina de las Arañas estuvo en Nueva York la última semana. Dicen que invitó a dos parejas más del foro.
La Reina de las Arañas iba por los locales de BDSM y fetish de todos los Estados Unidos y se encontraba con los roleadores del foro. Preparaba citas y fiestas privadas para que se conocieran entre ellos, poder jugar un poco y comprobar personalmente las habilidades de todos.
Klaus no sabía si la Reina de las Arañas era consciente o no de para quién o en qué trabajaba, pero sabía que disfrutaba
muchísimo infligiendo castigos a los sumisos y sumisas. Era una jugadora de las grandes.
—De acuerdo, Damon. Si no hay más noticias, entonces, nos veremos en el torneo.
—Sí, señor. Hasta pronto.
—Hasta pronto, Damon.
Klaus colgó el teléfono y recostó la espalda en el respaldo del sillón.
Estaban a jueves, y la preparación de Caroline marchaba muy bien.
La observó mientras dormía en el sofá, cubierta por una toalla. Tal y como había salido del «piscuzzi», la joven se había
quedado dormida entre estremecimientos. Su orgasmo había sido muy fuerte y estaba agotada por los esfuerzos de la mañana.
Se desprendía mucha energía en el sexo; y el BDSM ponía a prueba el estado físico de las personas.
Su pelo rubio caía en cascada a través del brazo del sofá.
Admiró la belleza de sus facciones. Por Dios, Caroline iba a despertar su lado dominante de modos que no había asumido todavía con ninguna sumisa.
Ya empezaba a notarlo en su interior, en su estómago. Las ganas de jugar, las ganas de traspasar todas las líneas y protocolos.
Quería besarla y hacerle el amor. Necesitaban acostarse y ver cómo funcionaban como pareja; pero no sabía si era o no era correcto porque él se estaba beneficiando de algo que había deseado toda su vida...
Tenía a Caroline. ¿Qué más podía pedir? Cuando acabara la misión, tenía que sacar los cojones de algún sitio para plantarse delante de ella y decirle lo que nunca le había dicho a ninguna mujer: «que la quería desde siempre y la reclamaba para toda la vida».
Su pecho, cubierto todavía por el biquini negro, subía y bajaba al ritmo de su suave respiración. Su rostro era el de un
ángel provocativo y también travieso.
Sonrió y se frotó la cara con las manos, sacudiendo la cabeza.
—Estás perdiendo el control, chico… —
Se recriminó a sí mismo.
En vez de reclamarla, lo que tenía que hacer era seguir con su vida, mierda. Se estaba volviendo un tonto romanticón.
No necesitaba responsabilidades ni tampoco dolores de cabeza.
Caroline era Caroline. No iba a aceptar lo que él podía ofrecerle.
Era un amo, lo quisiera o no. Tenía su propio mundo de claros y oscuros y su propia personalidad. Su mundo era más bien recto y frío; y el de esa chica hermosa estaba lleno de color. Siempre lo había sabido, siempre
pensó que eran muy diferentes.
Pero, entonces, ¿por qué le resultaba tan difícil pensar en dejarla marchar?
—Basta —gruñó cansado y decidido a redirigir sus pensamientos en la misión. Fue por partes y lo escribió en su libreta
de evaluación de sumisas. Caroline no sabía que la tenía; él no se la había enseñado, pero como amo, le gustaba tenerlo todo bien esquematizado mediante informes:
Repasar los roles de los Amos del Calabozo, los Amos Unis y las Criaturas. Repasar nombres; (algunos ya los tenemos fichados mediante las fotografías de reconocimiento facial). Asegurarme de que a Caroline le queda claro quién es quién en el rol.
Hacer una prueba pública con Caroline para ver hasta qué punto puede mantener el control sobre sí misma.
¡¡¡Doma anal!!!.
Después de escribir los puntos que quedaban de disciplina, decidió que esa misma tarde irían a House of Lounge. Recogerían el atrezo que había encargado para ella y acabarían de
ultimar los flecos de su instrucción.
Estaban dando los últimos pasos en su disciplina y, hasta el momento, Caroline no lo había decepcionado en ninguna: le había sorprendido en todas.
Caroline no podía saltarse su entrenamiento. Necesitaba mantenerse en forma.
Fue el primer pensamiento que le vino después del pequeño sueño matutino que se había dado.
Buscó a Klaus con los ojos. Y lo encontró en el jardín, ajustando las tuercas de su saco de pie Lonsdale.
Lo espió. Adoraba el modo en que se tensaban los músculos de los brazos cuando rotaba el destornillador; le fascinaba la forma de sus hombros y de su pectoral. Sudaba; el sol de Nueva Orleans no perdonaba, y su tez se tornaba más morena por la exposición.
Ella sabía que había un par de tuercas que fijaban el saco a la base y que debían reajustarse, pero todavía no lo había
hecho.
Tener a Klaus en su casa la reconfortaba. Estaba hecho "Bob" y había arreglado todos los «pendientes».
Y era un hombre. Ella nunca había vivido más de un fin de semana con uno. Con Klaus llevaba ya cuatro días. Intensos.
Frenéticos. Y muy, muy ardientes.
Él levantó la cabeza y el sol se reflejó en sus ojos azules, aclarándolos y dotándolos de vida.Caroline quedó cautivada por él. De pie, al lado del saco negro, moreno, con su cabeza al uno y la ceja partida… Con esa posición y actitud de «no se me escapa ni un detalle»… Dios, quería hacerle una foto e imprimirla en tamaño póster.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó alzando la voz.
Caroline apartó la toalla y se incorporó. Estaba deliciosamente cansada, esa era la verdad. Y, al mismo tiempo, creía que podía con todo.
—Bien.
—Te estoy fijando el saco. Así podrás golpear mejor —hizo un movimiento de boxeo y sonrió; pero sus ojos ardían de pasión. Todavía lo hacían.
Caroline inclinó la cabeza hacia un lado y la sonrisa que él le dedicó acabó con casi todas sus defensas.
—Gracias, Klaus. «No… —se lamentó interiormente—, me voy a enamorar de él, ¿verdad?». No. Eso era lo peor que podía hacer. Lo peor. Primero, porque la relación profesional lo marcaba todo; segundo, porque era sexo sin amor… Al menos, por parte de él, y de ella también al principio… Pero, poco a poco, Klaus y su extraña y tierna protección hacia ella creaban grietas en sus muros. Y su corazón estaba indefenso.
—De nada. Enséñame cómo castigas al saco, Caroline —la animó moviendo la mano hacia sí. ¿Le había leído la mente? Claro, ese era otro de sus superpoderes.
—De acuerdo. —Se levantó resuelta, intentando no escuchar lo que le decía su corazoncito. Se plantó ante él, peinándose el pelo con las manos.
—¿Prefieres que te haga de sparring?
—No —contestó ella—. Al saco no le haré daño —contestó fingiendo que entre ellos no había nada. «Es que no hay nada, Caroline». Nada—. A ti, puede que sí. —Le miró de reojo y sonrió.
—Uy, qué agresiva… Estás en muy buena forma, agente Forbes. —Le entregó los guantes Adidas negros y rosas, y sonrió.
—¿Qué? ¿No te gustan mis guantes? —recriminó ella mientras se recogía el pelo en un moño alto.
—Son muy Caroline.
—Los tuyos serían todos negros y sosos, seguro —se puso el velcro alrededor de las muñecas—. Y con pinchos de plata. ¿Me equivoco?
Klaus negó y chasqueó con la lengua.
—Me conoce tan bien, agente —parpadeó con inocencia.
—Seguro que sí… —Chocó los guantes entre sí.
—Haz combinaciones. Dos arriba, dos abajo y patada.
A Caroline le pareció bien; y con agilidad y destreza empezó a golpear el saco. No era nada tosca. Tenía un cuerpo de lineas elegantes y femeninas, pero era dura en sus golpes. La patada la alzaba hasta la cara con un movimiento perfecto.
—Dime, ¿has tenido que pelearte con alguien cuerpo a cuerpo? —preguntó Klaus, cruzado de brazos, observando su postura y su técnica.
—Sip —dos golpes arriba.
—¿Les diste una buena lección?
—Lo hice. —Le guiñó un ojo, y un mechón de pelo rubio lo cubrió. Resoplando y maniobrando con el guante, logró colocárselo detrás de la oreja.
—¿Te han… Te han herido alguna vez?
¿Había preocupación en su voz? Qué mono…
—Bueno —puñetazo abajo, a las costillas—. Una vez un tipo me cortó con una botella de cristal. Tengo la cicatriz por aquí. —Se detuvo y le enseñó la fina línea un poco más clara que su piel que bordeaba el hueso del sacro. Pero apenas se veía.
Klaus apretó los dientes y asintió con profesionalidad.
—Y otro me dio un puñetazo en el ojo y me salió un hematoma horrible.
—Eso lo sé. Tu hermana me enseñó la foto que le enviaste por mensaje.
Caroline se rio. Recordó enviarle la autofoto con cara de circunstancia y añadirle un mensaje de texto que ponía:
«¿Me ves? Pues imagínate como he dejado al otro».
—Fue espantoso. —Dio un salto y pateó el saco en la parte superior.
—¿Detenciones?
—Muchas en French Quarter. Algunos casos de malos tratos —comentó por encima—; a esos sí que me gustó freírlos con mi Taser. —Sus ojos verdes disfrutaron de los recuerdos.
—No te has aburrido…, ¿Te lo pasas bien?
—Hasta que llegaste, estaba controlando un caso de tráfico de drogas entre institutos. Mason y yo teníamos la redada preparada para el martes.
—Mason, ¿eh? —pateó una piedra en el suelo, y con el pie desnudo jugó con una brizna imaginaria.
—Sip. Pero cómo no permites que me ponga en contacto con él, no sé cómo ha ido la acción policial. No sé nada de la comisaría.
—Él tampoco se ha puesto en contacto contigo.
—Mason es mi superior, es el capitán de la Policía. Seguro que nuestro jefe, sabiendo lo próximos que somos —no lo dijo con ninguna intención, sino porque era la verdad: Mason
era un buen amigo, pero nada más—, ya le habrá informado sobre mí y mi nueva relación secreta con el FBI. Mason, simplemente, no querrá molestar. Es muy considerado.
«¿No querrá molestar?». Si tenían un romance lo mínimo era que él se interesara por ella, ¿no? Caroline se merecía mucho más que un eunuco como ese. Mierda, si ella fuera de él, a su modo, la molestaría todos los días. ¿Qué mierda le pasaba a los hombres?
—Ayer viste a Matt. Pudiste haberle preguntado.
—Matt es un oficial de policía y patrulla las calles del Barrio Francés. Nunca se involucró en la investigación de la red de tráfico de los institutos de la periferia. No valía la pena preguntarle. —Se encogió de hombros y golpeó el saco con los labios fruncidos.
Obligándose a domar sus insurgentes celos, Klaus se concentró en agarrar el saco que se bamboleaba de un lado al otro.
—¿Cada cuánto boxeas?
—Corro y golpeo el saco cada día. Pero en el saco estoy poco tiempo. Lo suficiente para tonificar y mantener.
—Por eso tienes las piernas tan duras y firmes. Por correr.
—¿Me estás adulando, agente Mikaelson?
—No adulo. Señalo lo evidente.
—Humph. —Se detuvo y lo miró por encima de los guantes—. Cuidado no se vaya a enamorar de mí. Sería poco profesional.
—Tranquila, estás a salvo de alguien como yo.
Caroline sonrió, aunque el gesto no llegó a sus ojos.
Klaus no demostró si aquella advertencia sobre enamorarse o no de ella le molestó y continuó observándola mientras se ejercitaba.
—Después de ti, me ejercitaré yo. Nos ducharemos y nos iremos a comer por ahí, ¿de acuerdo?
—Sí —contestó más animada.
—Después pasaremos por la oficina de Correos a recoger un paquete. Y continuaremos con la disciplina.
—¡Sí, señor!
—Ya estamos en la recta final, Caroline. Caroline saltó, se dio la
vuelta y pateó el saco en el aire.
—Lo sé.
Aparcaron el Jeep frente a una boutique corsetería del Distrito del Jardín. Una preciosa boutique de alto nivel. Ella llevaba un vestido negro y corto de tirantes, de punto, y unos zapatos altos de Guess?. Se recolocó sus gafas a modo de diadema, y echó un vistazo a la boutique.
—House of Lounge —repitió en voz alta, leyendo el letrero de presentación. Estaba tan acalorada… Y la culpa la tenía el sádico que iba a su lado.
Cuando Caroline y Klaus entraron al local, una mujer de pelo rojo y flequillo a lo cabaré, los recibió con una auténtica sonrisa de bienvenida.
—Niiiklaus —exclamó a mujer añadiendo una tilde en la i—. Mon amour…
Caroline no pudo hacer otra cosa que sonreír. No había nada lascivo en sus palabras, ni tampoco en su pose. Lo recibió con cariño y le dio un beso en la mejilla. Caroline nunca había estado ahí. La boutique tenía las paredes negras y naranjas, de estilo Art Nouveau. Había una lámpara de araña que colgaba entre varios ojos de buey. A Caroline le llamó la atención el sillón de leopardo ubicado al lado de una mesita de cristal, llena de revistas de diseño y en la que reposaba una botella de licor antiguo.
—Hola, Gienevive —la saludó Klaus.
—¿Qué me tgraes aquí? Quelle belle fille! —exclamó admirando a Caroline—. Egues como una gatita, pgeciosa! —la tomó del
rostro y revisó sus facciones—. Y miga qué cologrrr en las mejillas…
—Sí, gracias. —Sonrió un poco incómoda por la situación, por no poder decirle: «señora, tengo la cara como un tomate porque resulta que llevo una braguitas vibradoras que su adorado Niiiklaus me ha obligado a usar. ¿Ve que tiene un anillo en su dedo corazón, de goma dura con un rotor? Pues es un mando. Y el muy cretino está jugando con él constantemente; y mis bragas no dejan de hacerme cosquillas y temblar».
—Y tiene uñas. Una gata con uñas —añadió Klaus. «Con las que pienso vaciarte los ojos», pensó con regocijo interno.
—Oh, hombges… ¿vegdad? —Gienevive la tomó del brazo y la dirigió a su mostrador—.
—¿Me enseñas el pedido? —pidió Klaus educadamente.
—Oh, oui oui. No os mováis. —Entró a su almacen.
Caroline se apoyó en el mostrador y tomó aire profundamente.
Klaus se colocó tras ella y la arrinconó entre sus brazos.
—¿Cómo estás?
—Klaus, deja de mover el puto anillo.
—Clavó las uñas en la madera del mostrador.
—¿Esto? —con la otra mano dio una vuelta al rotor de su anillo y Caroline cerró las piernas. Las braguitas estimulaban su clítoris y su vagina a la vez; era como tener una boca ahí constantemente.
—¡Klaus! —gruñó entre dientes.
—Ni. Se.Te.Ocurra.Correrte —remarcó dándole un beso en el lateral del cuello—. Adoro ver cómo luchas contra tu cuerpo,
Caroline… Me pone como una maldita moto. —Su voz sonaba demasiado ronca mientras se frotaba suavemente contra sus nalgas. Se apartó de ella disimuladamente en cuanto Gienevive salió con la bolsa en la mano.
—Son un pag de cogsés y faldas de diseño y es de una diseñadoga eugopea. Tienes buen gusto, cherie —miró a Klaus orgullosa.
—Merci beaucoup, madame.
—¿Puedo veglo? —preguntó Caroline, rectificando inmediatamente—. Digo, verlo. ¿Puedo verlo? —«Señora, la culpa es de las bragas. No es mía».
Madame Gienevive sacó las prendas de las bolsas.
—Los diseña Bibian Blue; es una agtista, ¿no les paguece?
En realidad, Caroline no sabía nada de corsés, pero aquellos le parecían increíbles, bellos, hermosos… Era como si su piel los reconociera como suyos. Uno de ellos era un corsé que emulaba las alas de una mariposa monarca. El otro era todo de brillantes y lentejuelas negras, aunque, en vez de ir con corchetes o lazado, se cerraba con cuatro hebillas frontales. Aunque lo más espectacular era el dibujo de cristales Swarovski que recorría su pecho y su espalda: era un camaleón. Un jodido camaleón.
—Oh, por Dios —susurró acariciándolos con las manos—.
Son…
—Pgeciosos.
—Magavillosos… Digo, ¡¡maaaaaaaaravillosos!! —¡El maldito vibrador!
Klaus hizo un sonido ronco y amagó una carcajada. Volvió a bajar y subir el nivel del vibrador de las bragas.
—Uh, ma chérie… ¡qué efusiva! —exclamó abriendo los brazos feliz—. Sabía que les gustagía.
—Ajammm —Caroline lo miró por encima del hombro, lanzando rayos y centellas a través de sus ojos verdes. ¡Klaus era un hijo de…! Tragó saliva y carraspeó—. Y… dígame, madame…
¿Cuáaaaaanto? —volvió a carraspear y cruzó las piernas, apoyando los antebrazos en el mostrador—. ¿Cuánto cuestan?
—De eso me ocupo yo. —Klaus sacó su American Express black y se la dio a Gienevive, pasando el brazo por encima de la
cabeza de Caroline.
—Vaya, vaya… Tienes a todo un caballego al lado, belle —
Le guiñó un ojo dedicándole una sonrisa cómplice.
—Ah… Síiiii… —contestó bajando la cabeza.
—Es increíble. Tienes un gran autocontrol. —La felicitó Klaus subiendo el nivel del vibrador.
—¡Para! ¡Klaus… ! —apretó los dientes. Tenía ganas de ovillarse en el suelo y quedarse muy muy quieta—. Me quema…
—Es la sangre. Se amontona toda en esa zona; y tu piel se empieza a calentar y a arder. Pero ya llevas un buen rato así, y me impresiona que aguantes tu…
—Aquí tienes, Niiiklaus. Fígmame aquí.
Mientras Klaus firmaba el tique de la visa, Gienevive le entregó la bolsa a Caroline.
—Se lleva un bonito guecuegdo. Algo que atesogag, siempgre.
—Lo sé, madame. Le aseguro que esto lo voy a recordar toda mi vida —murmuró poniéndose las gafas de sol y caminando todo lo digna que podía teniendo en cuenta el baile de San vito que tenía lugar entre sus piernas.
—Tú también, Niiiklaus —le aseguró la mujer francesa—.
Es una belleza. El hombre debe sabeg valogagla cuando la ve —
le señaló y se tocó el ojo—. Ouvrez vos yeux, oui?
Él le dio un abrazo lleno de cariño y se despidió de la mujer.
—En serio. Hablo muy seriamente ahora —Caroline estaba reclinada en la puerta del Jeep negro, con los brazos cruzados y el cuerpo medio doblado—. O paras, o me las quito y voy sin bragas hasta que lleguemos a casa. Estás intentando enloquecerme y me mosquea mucho, Klaus.
Él se quitó sus irresisitbles gafas de aviador y se las colgó en el cuello de la camiseta blanca.
—¿Me estás dando órdenes y ultimátums? ¿A mí? —preguntó acercándose a ella—. Si tan mal y desesperada estás…
¿por qué no te liberas y te corres?
—Porque la prueba es que no lo hagaaaaaaaaa… Ay, Dios…
—le agarró de la muñeca y le clavó las uñas—. Voy a dar un maldito espectáculo si no lo detienes.
—¿Te da vergüenza montar espectáculos? —La probó en medio de la calle, apoyada en el coche, un poco resguardada de las miradas de los transeúntes por su ancho y alto cuerpo.
—Aquí no… No me importaaaaaa… No me importa montar el espectáculo cuando sé que debo concienciarme para ello.
Me meteréeeeee en el papel y puntoooo… Pero aquí noooo…
Sádico, hijo de perra, páralo… Aaaaay… —Arrugó su camiseta con las manos y hundió el rostro en su pecho—. Ooohhhh…
—No insultes a mi madre, Caroline. Con lo que ella te quiere…
—Tú eres hijo del demonio. Eres adoptado —lloriqueó—.
Te cambiaron en el hospital.
Klaus coló un muslo entre las piernas de Caroline hasta levantarla ligeramente del suelo. Hundió la mano en los pelos de su
nuca.
—No, no… Bájame.
—Venga… Hazlo, Caroline. Ya puedes hacerlo.
—Y una mierda. Ahora no quiero…
—Va… No seas tonta. —La empujó suavemente—. ¿Ahora te enfadas y no respiras? Nadie te mira. No seas niña y toma lo que tu cuerpo de mujer te pide.
—Mi cuerpo de mujer pi-piiiiiide que te la corten.
—Tómalo aquí. Delante de todos, demuéstrales que no te importa lo que puedan pensar de ti.
—Estaaaamossss en un paso peatonal, cretinoooooo. —
Las piernas le temblaron y se dejó caer sin fuerzas, por completo, en el muslo de Klaus. La presión, la tensión, el calor, su muslo entre las piernas y las malditas bragas… Todo fue demasiado y, entonces… Estalló. Estalló silenciosamente, aguantando
el aire en los pulmones, quedándose sin respiración… Temblaba entre los brazos de Klaus y no se atrevía a levantar la cabeza.
—Hermoso —le susurraba él al oído—. Agarra aire. Eso es… No has gritado, Cleo. Ha sido increíble.
Ella ni siquera podía enviarlo a la mierda, que era lo que realmente le apetecía. Necesitaba recuperarse. Por Dios, si hasta se le había caído un zapato.
—Te invito a comer —le dijo él, midiendo lo enfadada que estaba.
Caroline lo empujó y se lo quitó de encima. No soportaba que la calmara después de provocarla hasta esos límites. La estaba
volviendo loca.
—Abre el maldito coche —le ordeno roncamente, recolocándose las gafas y prometiendo venganza por el trato dispen-
sado.
Después de recoger el paquete en el Distrito Central financiero, en la avenida Loyola de Downtown, se dispusieron a buscar un restaurante por ahí cerca. Uno en el que pudieran relajarse un poco y disfrutar de un buen menú.
Era la zona más antigua de la ciudad, aunque estuviera
plagada de rascacielos, comercios y oficinas; y, por eso mismo, también estaba a reventar de restaurantes.
Caroline se había relajado, y volvía a haber un ambiente distendido entre ellos.
Klaus era fácil al trato, excepto cuando se convertía en el sádico controlador que era; y entonces le ponía el cerebro del revés.

Entre Latigos y CariciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora