09 Malas interpretaciones y un bonus de autoestima

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El sonido de la lija rascando la madera era algo hipnótico. Algo que, por muy raro que pudiera parecer, yo sentía como un bálsamo.

La mesita había sido de un rojo óxido hasta que terminé con su última capa.

Ahora la madera desnuda esperaba como un lienzo en blanco, y esa era mi parte favorita.

Después de volver del mercado, donde finalmente me había comprado algo de ropa (horrible y sin ningún sentido de la estética) pero nada de comida, había sentido la necesidad de hacer algo. Quería poner toda mi atención en alguna tarea que me impidiera amargarme con mis propios pensamientos. Ya estaba harta de sufrir a cada hora por un hombre y una situación que se me escapaban de las manos. Estar enojada todo el tiempo era agotador.

Había salido a la parte trasera de la granja aprovechando que todavía había luz natural y me había sentado en un taburete mientras trabajaba la madera de mi nueva adquisición. Abrí el bote y removí con un palo la pintura azul pastel.

De repente, me sentí tranquila y libre.

Unos pasos a mi espalda me indicaron que Lana  ya había vuelto de su paseo.

—Enseguida voy —le dije sin perder de vista las espirales que se iban dibujando en la pintura—. Le doy la primera capa y te ayudo a preparar la comida.

Introduje el pincel, lo empapé bien y comencé a pintar.

Levanté la vista y dejé de pintar en el acto.— Fuiste al mercado —dijo Leon, que se había sentado a unos metros sobre unos troncos  y me observaba con atención.

—¿Qué haces aquí? Hoy no trabajas.

Se encogió de hombros.—Necesitaba algunas herramientas y me las había dejado todas aquí.

—Ah.

«Disculpe, ¿podría ponerme otro de esos silencios incómodos? Gracias.»

—No me has saludado esta mañana —soltó de repente. No parecía enfadado, ni siquiera molesto, más bien era como si pretendiera provocarme.

—Ni tú a mí —respondí como si nada—. Además, estabas bastante ocupado.

Sí, con la supuesta madre de su supuesto hijo.

Ensanchó una sonrisa y me mostró todos los dientes, pero enseguida miró al horizonte.

—Ya. Me encantan los niños , ¿a ti no?

¿Cómo no me iban a gustar unos seres pequeños diabólicos y chantajistas con voz aguda y mocos por doquier? ¡Vaya pregunta!

—Pues...

—Ya sé que son un poco molestos a veces —se adelantó, cosa que agradecí—, pero son geniales.

Dicen que no hay que romper el silencio si no es para mejorarlo. Y como no creí que fuera a mejorarlo diciendo que seguramente nunca querría a un niño más que a mi bolso de Chanel, mantuve mis labios sellados.

—Así que... ¿Restauras muebles? — preguntó. Pensé que lo habría preguntado por decir algo, pero algo en su voz me hizo levantar la cabeza para mirarlo.

—No sé cómo tomarme el tono de tu pregunta —repliqué. Esa sorpresa era algo insultante, como si no me hubiera creído jamás capaz de una tarea como esa. Sonrió un tanto avergonzado.

—Perdona. Es que... No me esperaba...

—¿Que la princesa supiera usar las manos para algo más que para peinarse?

—Y perdón de nuevo —admitió, dejando claro que había dado en el clavo.

Bueno, tampoco podía culparlo, pero no pensaba darle la satisfacción de decirle que lo comprendía. Así que, sin más, volví a coger la brocha y traté de aparentar tranquilidad, a pesar de ser terriblemente consciente de que él seguía ahí, mirándome en silencio.

Todo apesta, incluido tú (León Goretzka)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora