04 Olores de princesa

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Llegué sin aliento, a trompicones y de peor humor que nunca. La idiota de Lana ya me estaba esperando con ese aire despreocupado del que no parece tener nunca problema con nada. Cómo me reventaba la gente que se creía feliz.

—Ah, ya estás aquí.

No me gustó ese tono. Como si llevara horas esperándome, tranquila y recuperada, mientras yo ponía a prueba la resistencia de mis pulmones.

—¿No vas a...? —preguntó Lana, señalando ese medio de transporte maldito.

Como vio que no le contestaba (entre otras cosas porque no podía), la cogió ella misma del manillar para colocarla junto a la suya. Sin saber muy bien por qué, aquel gesto me sentó como una patada en el hígado. De algún sitio conseguí sacar fuerzas para arrebatarle el dichoso manillar y estamparla contra una farola.

—¡Al demonio la bicicleta!

Sin pensarlo más, entré en el dichoso restaurante.

De nuevo, volvía a sorprenderme la facilidad con la que atribuían en aquel pueblo términos tan sencillos como «casa», «autobús» o «restaurante» a sitios que deberían llamarse «pocilga», «cafetera» y «antro».

—¿Seguro que es este el restaurante?

Era un sitio oscuro con algunos lugareños que coleccionaban vasos a lo largo de una barra. Granjeros en su mayor parte, por lo que pude deducir. Charlaban, reían y se daban palmadas en la espalda.

—No hay otro en todo el pueblo —respondió Lana encogiéndose de hombros.

Inspiré hondo y cuadré los hombros, ignorando las miradas que empezaron a clavarme sin sutileza ninguna aquellos sujetos.

—Vale, está bien. Al menos huele bi...

Me callé de golpe.

—¿Qué pasa? —quiso saber Lana.

Pero yo solo trataba de no ahogarme con mi propia rabia.

—Ese cabrón es lo que pasa.

Me acerqué a grandes zancadas, con los puños apretados y tratando de canalizar todo mi odio antes de montar un numerito. No era la clase de persona a la que le gustaba hacer el ridículo o parecer maleducada.

—Espero que te atragantes —solté al llegar hasta la mesa en cuestión. Bien. Eso no había sido del todo maleducado—. ¿Me has oído idiota? —insistí. Vale. Eso no era lo que se dice amable, pero al menos aún no gritaba.

El idiota de León dejó de masticar un segundo para mirarme a la cara, sonreír y, acto seguido, seguir engullendo un filete gigantesco y sangriento de alguna pobre vaca.

Aquella reacción era lo que me faltaba. Sentí un «clic». No, lo escuché claramente. Algo se me activó en el cerebro.

—¡Deja ya de comer! —le grité y le arrebaté el tenedor de la mano para dejarlo sobre la mesa con un golpe.

—Ah, princesa, estás aquí —contestó como si nada. Luego miró a mi derecha—. Lana. Ella sonrió abiertamente antes de toparse con mi mirada asesina.

—Voy a... —Lana no acabó la frase y se dirigió a la barra.

—No deberías tratarla así —se atrevió a decir Leon .

—Y tú no deberías meterte donde no te llaman. ¿Me vas a explicar qué carajo estás haciendo aquí?

Él alzó las cejas.

—Creía que las chicas de ciudad eran más inteligentes. He venido a comer.

—¿Comer? —Arrugué la nariz—. Eso lo hacen las personas. Tú lo que hacía hasta hace un momento era devorar la carne como un perro sarnoso.

Todo apesta, incluido tú (León Goretzka)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora