10 Lana yo y mi otro yo

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Hacía frío bajo la gabardina, pero me daba igual. Cuando una mujer camina con tacones no tiene frío ni calor. No siente miedo, vergüenza o nervios. No duda. Pase lo que pase, siempre hay que seguir caminando con la cabeza bien alta.

Era algo hipnótico, de verdad. Lo tenía comprobado.

— ¡Por Dios! ¿Es que nunca has llevado tacones?

—Tacones, sí —repuso ella desde las alturas, mirando el suelo con terror reflejado en sus ojos, como si estuviera a trescientos metros de altura—. Torres de Babel como estas, no.

—Si medían menos de siete centímetros, no eran tacones, querida.

—¿Cómo puedes andar con estas cosas? —continuó quejándose—. Es lo peor que han tocado mis pies.

Alcé mucho las cejas y me pellizqué el puente de la nariz.

—Voy a pasar eso por alto porque sé que estás nerviosa.

—¡Y encima me están grandes! En serio, quieres matarme, ¿verdad?

Entorné los ojos.

—Pues me están dando ganas, sí. ¿Quieres ponerte recta? Si sigues así, te vas a comer las piedras. Aguántate —dije yo y la cogí del brazo para obligarla a incorporarse otra ve —Aunque te sangren los pies.

—Estás loca —refunfuñó.

—Yo no quería salir —le recordé—, pero ahora has despertado a la bestia, jódete y sonríe.

Abrí la puerta del bar con la seguridad de un cowboy en el salvaje oeste. Bad Things de Jace Everett nos dio la bienvenida y yo no pude evitar la sonrisa, me fue imposible. Como si fuera el vaquero malote de la peli, dirigí la vista al frente cuando todo el mundo se me quedó mirando. Bueno, supongo que también miraban Lana, qué sé yo. El caso era que el tiempo y las conversaciones parecieron detenerse.

—Todos nos están mirando —susurró Lana al sentarse sobre el taburete.

—Pues claro —dije yo con la intención de dejar toda mi humildad a un lado. Me había venido arriba esa noche y no pensaba bajar ni un escalón.

Pusimos rumbo a la barra mientras yo rezaba por que Lana mantuviera el equilibrio. Ya era bastante bochornoso que enturbiara mi entrada triunfal con esos andares.

Me coloqué un mechón de pelo detrás de la oreja y humedecí los labios, sabiéndome observada (y admirada). Oh, sí.

—Un Cosmopolitan, por favor.

—¿Un qué? —preguntó el camarero, totalmente confuso.

No era por mi acento, qué va. Simplemente aquel pobre hombre jamás había oído esa palabra. Y a mí me dio lástima, ¿qué, si no? Dudaba que el licor preparado en la bañera de su casa pudiera siquiera compararse con un delicioso y sofisticado Cosmo.

Aquella pregunta tan aparentemente insignificante me bajó los pies de nuevo a la Tierra de un tirón, contundente y sin titubeos. O al infierno, según se viera. Solté una risita e hice un mohín con la mano en plan «ay, disculpa, ¿en qué estaría pensando?». Me había autoconvencido tanto que, por un momento, me había creído una de las protas de Sexo en Nueva York.

Por desgracia, en Gewächshäuser solo podía ser una de las gallinas de Evasión en la granja.

—Quería decir un... —Miré detrás del camarero y no vi más que un par de botellas que no reconocí. Y eso era raro, porque todo el mundo sabe que en los pueblos se bebe mucho—. ¿Qué me recomienda?

El hombre paseó sus ojos de mis pechos a la cara y resopló, como si no supiera qué diablos ofrecer a una chica con mi estilo.

—A los forasteros suele gustarles un Jägermeister.

Todo apesta, incluido tú (León Goretzka)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora