Prefacio

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La tranquilidad reinaba en el bosque del Valle de Zeithuc. Todo era armonía: el agua del arroyo, practicaba danza junto al viento; el sol abrasador, no se tomaba ni un día de descanso; las hojas, se lanzaban como kamikazes de los arbustos, y el gorjeo de los pajarillos era reconfortante. Todo era armonía en el bosque y el pueblo, hasta que dos muchachos, con muchas ganas de caminar, rompieron el ambiente apacible. 

—¡Oye, necesito más de ese producto! —exclamó Alberto con una impaciencia atípica. 

—¡Paciencia, adicto! La próxima semana conseguiré más —respondió su amigo Esteban haciendo un esfuerzo por mostrar honestidad. 

—¿Y cómo voy a sobrevivir sin el maldito Kran una semana? 

—Mejor reza para que llegues vivo hasta la otra semana. 

—En este momento soy alérgico a las bromas. 

—¡Apúrate! —protestó Esteban—. No quiero llegar de noche a la huerta y no robar nada. 

Luego de una larga y exhausta caminata por un terreno árido, las piernas de Esteban se negaban ya a sostener su esbelto cuerpo, y justo faltaba poco para llegar a la huerta. El joven necesitaba combustible para continuar. Un poco de agua fresca de un arroyo era de vital importancia si es que quería llegar a la huerta de pie. 

El sediento de Esteban comenzó a ventilar la lengua y eso era una mala señal. El peso de su mochila parecía ser demasiado para su cuerpo, ya que pesaba igual que un envase de mantequilla. El joven se liberó de ese trapo con correa y se preparó para cometer un homicidio contra su sed, en el sabroso arroyo. Alberto, extrañamente, negó con la cabeza la invitación de su amigo para darse un chapuzón y, más bien, su mirada delictiva apuntó a su mochila y no se movió más de ahí. 

La curiosidad de Alberto llegó al máximo nivel, por lo que, en cuestión de segundos, ya sostenía la mochila con sus enormes manos. Su amigo ni se daba cuenta de lo que se gestaba a sus espaldas. Con los ojos casi desorbitados, Alberto escudriñó, como un ex presidiario recién liberado, la mochila de su amigo hasta que sus manos mugrientas tocaron el objeto que buscaba: una diminuta bolsa de plástico con una sustancia ilícita de un color negruzco, y de una consistencia similar a la harina tradicional. La susodicha bolsa desapareció de la mochila para acomodarse en uno de sus bolsillos, junto a un dinerillo hurtado. 

—¡Vámonos! —gritó un renovado Esteban luego de que el agua lo hidratara y le cambiara el fiero rostro aburrido. 

—¡Espera! ¡Tengo que decirte algo! —protestó Alberto tomándose la frente sudorosa—. Se me olvidó traer la puta resortera para bajar las frutas de los putos árboles. 

—¡No jodas, cabrón! —exclamó Esteban—. ¡Yo no te voy a prestar mi palo de caña! 

—No, no te preocupes. Yo voy por él a mi casa. 

—Si no tardarías mucho, sería genial. 

—¡Vuelvo rápido! —gritó Alberto sintiendo por dentro que su mentira se le escapaba. 

La oscuridad llegó sin que Alberto pudiera impedirlo. Tras poner sus dos pezuñas en su vivienda, torció su cabeza en dirección al pequeño taller mecánico de aspecto rústico, propiedad de su padre, que en ese momento, le faltarían unas cuantas zancadas para volver a casa. Hasta mientras, el muchacho cogió una cacerola vieja que, por desgracia, tenía el mango cubierto con heces de perro. En vez de limpiarlo, decidió cortarlo con la máquina para aserrar de su padre. Acto seguido, sacó la bolsa hurtada de su bolsillo y la vació en el recipiente. Acomodó una generosa cantidad de leña en la tierra y, con un poco de queroseno, le dio fuego. Junto a la sustancia, añadió otros ingredientes singulares como gasolina, aceite para auto y líquido de encendedor. Mezcló todo y la olla empezó a hacer ebullición. 

Luego de un tiempo de cocción, el líquido había tomado una forma espesa y desagradable a la vista: ingerirlo sería escoger el cielo o el infierno. Alberto lo apagó y comenzó a moverlo con un pedazo de madera. Al estar el líquido en su punto, sacó una sucia jeringuilla de 2 ml, que se había encontrado en la basura. Luego, llenó el cilindro y, con demasiada impaciencia, se realizó una inyección intravenosa en su velludo brazo derecho. Al poco rato, su rostro se transformó en uno festivo y eufórico. La palabra fiesta se oía por todos lados y, en su cabezota, ya empezaban los preparativos. Incluso pensó que un insecto le hablaba. 

—¿Qué dijiste? —preguntó Alberto esperando que el insecto repitiera sus palabras. 

Antes de que la cordura se fuera para siempre, su efecto comenzó a disminuir en intensidad. Alberto pudo distinguir sus dedos y sumar dos más dos correctamente: «todo bien», se dijo. 

Los efectos secundarios poco a poco empezaron a realizar su trabajo como de costumbre. Antes de que cante el gallo, su organismo sucumbiría ante la sustancia, a menos que encontrara a un donante de un cuerpo. 

Los chasquidos de unas chancletas en la entrada, eran una mala señal para la salud del muchacho. 

—¡Alberto, ya llegué! —gritó su padre ingresando a la casa. 

Al oírlo, Alberto lanzó la jeringuilla, como si fuera una piedra, hacia la inocente vegetación. Su plan de ocultar la cacerola debajo de su cama había fracasado, y necesitaba idear algo rápido para esconderlo y así tomar al toro por los cuernos. 

Antes de que perdiera la calma, Alberto empezó a usar sus manos como pala para abrir una zanja en la tierra húmeda y agusanada. Segundos bastaron para que se formara un surco a la medida de Alberto. Con un manojo de nervios, introdujo el recipiente, que encajó perfectamente, y la cubrió de tierra. 

Tras ponerse de pie, creyendo que lo había solucionado, su bidón de gasolina se rebeló ante él y provocó que trastabillara y fuera lanzado hacia la máquina que se le había olvidado apagar. Sin contemplación, la sierra le amputó su saludable antebrazo izquierdo y, por poco, se despide de su cabeza. El dolor era idóneo para soltar varios gritos tremebundos que asustarían hasta al propio satanás. Pero, por fortuna, solo soltó uno. Se sintió extraño al ver su antebrazo lejos de él. La sangre aprovechaba la oportunidad para huir de su extremidad rebanada, y su rostro de angustia presagiaba un inminente shock séptico letal. La poca fuerza que le quedaba era insuficiente para hacerse un torniquete o buscar ayuda. Por lo que terminó desmoronándose con su cabeza en dirección al tornillo de banco, y ganándose un traumatismo gratis. 

Insecto letal ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora