Capítulo 1

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Pasaron un par de años de aquel horrible suceso que se convirtió en otra leyenda más en el apacible pueblo que era el valle de Zeithuc. Aquel hecho consternó al pueblo en su momento y dejó un breve recuerdo macabro en la mente de los cuerdos lugareños. Tiempo después, reinó el escepticismo en aquellos que ponían en entredicho lo sucedido. Muchos siguieron preguntándose, cómo fue que murió en realidad y dónde pudo haber terminado su cuerpo. 

Con el misterio aún paseándose por el pueblo, el hecho fue desapareciendo de las conversaciones habituales de los pueblerinos, para quedar como un cuento de terror para una noche de fogata y carne asada. La paz volvió al pueblo y, desde entonces, la palabra muerte jamás volvió a resonar en Zeithuc. 

La tranquilidad se sentía en todos los rincones, menos en una humilde choza de adobe y paja, donde vivía un muchacho de trece años llamado Asbel. Los fantasmas no entraban en su lista de miedos, sino una chulpa: una cucaracha capaz de levantar vuelo, causante de los innumerables insomnios que ya lo estaban agobiando. Por más que alejaba a los insectos de sus pensamientos, estos volvían con obstinación para martirizar al pequeño, cada vez que la oscuridad llegaba sin avisar, y sus miedos lo doblegaron otra noche más, terminando derrotado y sin posibilidad de pedir revancha. 

En un pueblo tropical como el valle de Zeithuc, el descenso de la temperatura, llegada la noche, era solo un mito. Con la puesta del sol, los insectos ya se ponían a trabajar luego de elegir qué vivienda invadirían primero. La casa de Asbel era el lugar ideal, a pesar de que tenían que lidiar con los zapatos: su principal enemigo.

Su fobia a las chulpas hizo que olvidara, por un momento, el abandono de sus padres en el primer orfanato que vieron. Sus constantes escalofríos nacieron una noche cuando vio al insecto en todo su esplendor. Asbel pasó de la tranquilidad al desorden al ver a un enorme insecto que salía campante de su reducto improvisado. Las sábanas fueron su refugio mientras pedía clemencia al inquieto bicharraco. A partir de ahí, su miedo se instaló en su interior como un tatuaje de calidad. 

Toda esa escena, digna de ser grabada en VHS, ocurrió los primeros días de haber llegado, con su tío Wally, a vivir al desdichado pueblo. Asbel confiaba en que aquella escena no se repetiría más. 

En otro tiempo, el pueblo fue el centro de la ambición y la codicia de unos cuantos magnates regordetes que, luego de un tiempo, volvieron a sus terruños con los bolsillos llenos y a punto de deshilvanar sus holgados pantalones: la fiebre del oro los había enloquecido. A unos cuantos kilómetros de la ciudad, el pueblo era el lugar ideal para la gente dispuesta a aguantar la idiosincrasia pueblerina y conformarse con las migajas de un feudo. Así poder empezar otra vida, respirando un aire puro y sano, a excepción del gas vacuno y los mosquitos.

La noche y los insectos se aliaron, de mutuo acuerdo, para perturbar el sueño de Asbel. Tratar de evitar encontrarse con una sorpresa desagradable, como las llamaba, era muy difícil. Pero él estaba preparado para cualquier contingencia. Cada noche, sus sábanas y almohadas eran supervisadas sin falta por sus manos intranquilas. El muchacho se estaba hartando de convivir con los insectos.

Otra vez llegó la noche y nada fue diferente para Asbel, exceptuando a su tío cincuentón que, por culpa del alcohol, no regresaba a su choza. Cada fin de semana, su tío traicionaba su palabra y se olvidaba de la hora. Su reloj de péndulo ya estaba a punto de jubilarse. Eran las once de la noche, y el muchacho ya creaba en su mente una imagen fotográfica de su tío pimplando unas copas con sus compadres, al ritmo de la música folclórica que lo transformaban, por unas horas, en el hombre más feliz del mundo. 

Cada noche, se gestaba en la cabeza del muchacho un pleito entre sus pensamientos negativos y positivos: alguno de los dos tenía que ceder. Asbel se negaba a reconciliarse con el sueño, ya que su cama seguía tendida y era testigo del fastidio de un muchacho de brazos cruzados. Su sueño le pedía, encarecidamente, una noche libre. 

Un viejo trompo y unas canicas no mitigarían su aburrimiento y su rostro de enojo a punto de pasar a otro nivel. Para colmo, el gordo televisor, en blanco y negro, tenía un desperfecto que hacía mucho que su tío debía reparar, pero su bebida predominaba ante todo. Sostener un vaso con su elixir favorito era primordial para el borracho. 

La única distracción que Asbel encontraría sería ver al enorme insecto, endiablado, buscando la manera de que su noche se volviera un calvario digno de salir a la luz pública. Tras verlo in fraganti salir de la pequeña cocina, que se encontraba al lado de la cama de su tío, se abalanzó hacia la suya y formó una barricada con sus almohadas. La sola presencia del insecto era suficiente como para ponerlo de rodillas. Pero algo hizo que el insecto cambiara de planes, y no habían sido sus plegarias mentales. El susodicho terminó saliendo a la intemperie posponiendo su objetivo de asustarlo. 

Al cabo de un par de horas, el tiempo se ponía de parte de Asbel cuando unos nubarrones grisáceos comenzaron a formarse en el cielo, corriendo la voz de que mojaría al pueblo con una noche de tormenta. El viento galopante ya levantaba la tierra puntualmente, y los rayos mostraban su enojo altisonante con destellos frecuentes. Con el rostro normalizado, Asbel abrió la puerta y sus ventanas para sentir el aire gélido en su cuerpo. Luego, volvió a su cama para tratar de hacer las paces con el sueño que ya se iba. Él sabía que pronto el troglodita de su tío llegaría tambaleándose a casa. 

Insecto letal ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora