Capítulo 9

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Asbel luchaba contra su propia imaginación. Un simple botón lo separaba de la ficción. Necesitaba más que osadía para accionarlo. Primero tenía que encontrar el botón entre la oscuridad e inflar los cachetes para vencer al hedor repugnante. 

Por fortuna, el travieso botón se hallaba meticulosamente a la altura de su cuello, en la parte izquierda de la puerta. Acercó sus manos inquietas al interruptor y la luz cobró vida. Luego, giró la cabeza, con extrema lentitud, para descubrir, sin la advertencia de un psicólogo cerca, el cadáver putrefacto de Don Esteban que yacía sentado en el suelo y apoyado a la pared. Su cuerpo era un festival de sanguijuelas que se paseaban por sus extremidades.

El cuerpo de Esteban se encontraba en un estado lamentable. Parte de su carne se perdía entre los harapos que llevaba. Su cara era un esqueleto y dejaba ver toda su negra y asquerosa dentadura. Las larvas se unían al festín dentro de sus fosas nasales y partes de su cráneo carcomido. Sus manos eran solo huesos con restos de carne pútrida e infestada de moscas. Lo más extraño y particular, era la posición de sus manos: una estaba a lado de su quijada y la otra la sostenía, como si tratara de evitar que se la llevara a la boca. El luctuoso cuerpo se languidecía a un ritmo alarmante, y la poca carne cadavérica en descomposición desaparecería al día siguiente y, en su lugar, solo estaría una foto en medio de unas velas. 

Las náuseas comenzaron a hacer mella en Asbel. Se decía así mismo que no podría existir un olor tan penetrante como el cadáver que sus ojos tenían el privilegio de ver: ni las pezuñas de su tío podrían hacerle frente. El impacto fue tremendo, ya que sus movimientos se volvieron torpes y predecibles. El cadáver, como un imán, lo atraía hacia él, y su curiosidad morbosa se mostraba firme y dispuesto a ser tragado por el hedor asfixiante. Salir ahora era una odisea. 

El ruido de unas pisadas en la tierra, lo sacaron de su inercia y lo metieron en una encrucijada. Una persona misteriosa se iba acercando por el Norte y en dirección a la choza. Con el corazón a punto de abandonarlo, Asbel dedujo que la única opción era moverse por medio del cuerpo y escabullirse por la mesa de al lado. Así que puso en marcha su plan, pero, por el apuro y los nervios, sus pies tocaron el huesudo tobillo de Don Esteban y terminó rodando hasta la mesa y ganándose un golpe que estremeció su cuerpo.

La puerta se abrió y la figura de una mujer de avanzada edad se reveló en el umbral. La mujer, de baja estatura y algo encorvada, sintió el fuerte hedor que contaminaba la habitación. Antes de que le diera un patatús, sacó un pañuelo para cubrir su nariz y así evitar que su avejentado cuerpo terminara acompañando al de Don Esteban por un inminente desmayo. Sin mover nada más que sus ojos, la señora se mantuvo inerte unos minutos, mientras que a Asbel le invadía la desesperación y el deseo inoportuno de orinar. Al cabo de unos minutos, la mujer se santiguó, se dio la vuelta y abandonó el lugar a paso muy lento. 

Era la única oportunidad para Asbel de huir y evitar algo peor que el destino de Esteban o convertirse en un chivo expiatorio. Su movimiento torpe lo llevó, con inminente zozobra, hasta la puerta, pero, al asomarse, vio a la señora de espaldas y esta comenzó a llamar, a viva voz, a su familia.

—¡Oigan! ¡Vengan! —gritó la mujer usando el pañuelo para limpiarse la nariz nuevamente. 

—¡Mami! —gritó un hombre con gorra que corría sin ningún freno. 

La mujer, de espaldas hacia la puerta, se restregaba los ojos para no entregarse al llanto. Su pena se aplacó al ver que su gente venía hacia ella. Al ver eso, Asbel se desplazó trastabillando hacia la primera ventana que vio y se abalanzó con torpeza hacia ella. Temblando como nunca, la abrió y, segundos antes de que la puerta principal se abriera y todos entraran, lo atravesó dando una voltereta y cayendo hacia el abundante pastizal que lo esperaba para amortiguar el descalabro.

Insecto letal ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora