Capítulo 7

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Todas los enseres del señor Severino yacían ordenados de manera muy minuciosa. Era como si hubiese tardado años en lograrlo y sus arrugas eran la evidencia. Por el exterior, daba la impresión de ser una choza de lo más inmunda. Sin embargo, por dentro era todo lo contrario, aunque lo único que no se ajustaba era el viejo. La habitación era como un museo de reliquias despampanantes propios de la época del Jurásico. El ambiente rudimentario y acogedor era un llamado a quedarse a dormir, menos en la cama del anciano. 

A la izquierda, había una repisa donde descansaban varios muñecos artesanales de un aspecto similar a unos duendecillos; de grandes orejas, narices puntiagudas y rostros arrugadísimos y cubiertos de una cabellera canosa. Uno de ellos tenía los ojos clavados en los de Asbel. 

—Siéntate con confianza, hijo —dijo el anciano mientras se iba a la cocina con demasiada prisa. 

—Gracias, Don Severino —respondió el timorato de Asbel que juntaba en su cabeza las palabras que iba a decir. 

Ignorando a los muñecos, Asbel se sentía más a gusto aquí que estando en su propia choza, y no era por culpa de su tío. El ambiente lo llevaba, sin pagar pasaje, a otro momento de su vida. A pesar de sus harapos, el anciano parecía una persona de fiar; muy ordenada, incluso más que él. Su mente ponía a prueba sus ánimos cada vez que surgían analogías con respecto a Don Rómulo: muy difícil olvidar al barbón zoomorfo. 

Al poco rato, el anciano volvió de la cocina trayendo todo lo necesario para dejar a un hombre con la panza llena y a punto de estallar. Los platillos eran demasiados, por lo que al viejo le hacía falta una mano extra. A pesar de eso, llegó a la mesa con todo intacto y dejó un plato enorme con pan de arroz y dos vasos con algún líquido apto para beberse. 

—Sírvete con confianza, pequeño —masculló el anciano sirviendo, al plato de Asbel, dos panes de arroz. 

—Gracias, señor. Se ve muy rico —respondió Asbel embelesado por el aroma.

—Bueno, ¿qué te trae a mi choza, pequeño? —dijo el anciano llevándose un pan de arroz a la boca. 

—Eh, me da vergüenza —titubeó Asbel con la cabeza gacha. 

—No creo que hayas venido a mi casa solo a comer... 

—También para conocerlo, señor. 

—¿Estás seguro? 

—¡Ay! —gruñó Asbel—. Soy malo para mentir.

—Te escucho, hijo. 

—Mi tío me mandó para sacarle... Digo, para pedirle algo de dinero. 

—¿Dinero? Temo decirle, pequeño, que todo lo que tengo son algunas monedas corroídas de una época donde aún no habías nacido. 

—El gordinflón de mi tío... Digo, mi tío me regañará por no llevarle dinero. 

—Lo siento, pequeño, pero no tengo nada más. Solo me tengo a mí mismo. 

—No se preocupe, señor —respondió Asbel y apartó la mirada. 

Hablar de dinero era incómodo para Asbel, al igual que para el anciano que, disimuladamente, ocultaba su añejo reloj de su muñeca; sin embargo, el viejo no podía controlar sus palabras cuando hablaba de otro tema. Y no hacía falta alcohol para que diera rienda suelta a su grandilocuencia y salgan muchas historias de esos labios vetustos. La estadía de Asbel en esa casa, se alargó un par de horas hasta que notó que la boca del viejo se le empezaba a secar de tantas paparruchas que había soltado para su deleite. En ningún momento se sintió abrumado por sus palabras, no como cuando suele escuchar a su tío. 

Finalmente, era hora de partir a la casa de Don Esteban, aunque el cómodo taburete del anciano se mostraba reacio a dejarlo atravesar la puerta de salida, y solo los tétricos muñecos de Don Severino hicieron que se levantara. 

—Gracias, por todo, señor —dijo Asbel lamentándose tener que irse de ahí. 

—¡Fue un gusto conocerte, pequeño! —replicó Severino con regocijo—. Vuelve cuando quieras. La comida nunca se acaba. 

—Así lo haré —concluyó Asbel y se retiró de ahí caminando a paso rápido al ver que una chulpa yacía boca arriba, cerca de la puerta. 

En otra parte del pueblo, Wally maniobraba el tractor que funcionaba sin fallas para suerte de su conductor que ya había renegado mucho en el día. Lo acompañaba su ayudante que lo guiaba en el arado de la vasta tierra húmeda. 

Luego media hora, Wally comenzó a percibir un ruido extraño en la parte trasera del motorizado. »¿Qué mierda es eso?», se preguntó a punto de ponerse como una caldera que está por hervir. Su ayudante se bajó para revisar el inconveniente antes de presenciar la ira de cerca. 

No había nada del otro mundo, más que el cadáver de un insecto acurrucado en el metal corroído. 

—¡No hay nada, cabrón! —gritó su colega mientras movía su mano de forma bamboleante—. ¡Espera! 

La oreja de Wally oyó lo primero, pero ignoró lo segundo. Su ayudante debía hacerse a un lado, pero su curiosidad obstinada no se lo permitió. El tractor retrocedió y la enorme llanta trasera se comió su mano que desapareció en segundos: dicha mano solo era el entremés. La llanta siguió con el plato fuerte, así que comenzó a apretujar su cabeza que fue preparándose para expulsar, como una piñata, su contenido al medio ambiente. Al dar la vuelta completa, la rueda le obsequió a la tierra una alfombra con pedazos de cerebro venoso. Finalmente, su fornido cuerpo no aguantó el aplastamiento y también sucumbió ante el demencial peso de la rueda que terminó abriendo el vientre del sujeto, como una pasta dental y este expulsó, de la abertura inaugurada, una pequeña cantidad de intestinos que terminaron a un metro del motorizado. 

Insecto letal ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora