Capítulo 15

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Wally y Genaro siguieron deambulando por el inmundo taller. Solo los espíritus podrían hacer que salieran corriendo. 

—¿Hay alguien aquí? —susurró Wally y resopló.

—No hay nadie, más que nuestras sombras —replicó Genaro con cierta suspicacia. 

—¿Alberto o su fantasma? —exclamó Wally tomándose la quijada.

—No... —dijo Genaro con recelo—. Si Alberto estuviera aquí, nosotros ya estaríamos en nuestras chozas. 

—¿O muertos? —añadió Wally. 

—¡Fue en este lugar! —gritó Genaro mirando al suelo.

Su inquieto dedo índice se elevó como arma, apuntando a una mancha húmeda en la tierra que se diferenciaba bastante. Su aspecto daba la impresión de haber sido el lugar ideal para que un perro salvaje hiciera sus necesidades. Genaro olió la superficie para verificar la presencia de heces o algún líquido extraño. 

—¡Mira esto! —exclamó Genaro—. Aquí es donde encontraron a Alberto sin vida. 

—¿Y cómo es que murió Alberto? —preguntó Wally.

—Nadie lo supo con exactitud. Sus restos mortales son un misterio. 

—Sus restos ya deben ser parte de la naturaleza, supongo. 

—Tal vez —replicó Genaro mientras olfateaba como perro la superficie—. Todavía se puede distinguir la marca que dejó su cuerpo moribundo. 

—Yo solo veo moscas muertas...

—La muerte ha vuelto este lugar sombrío y oscuro. Hasta siento que me congelo —rezongó Genaro golpeándose los brazos. 

—Yo ya estoy helado —masculló Wally y bostezó—. Aquí no hay nada extraño que nos dé una pista sobre las muertes recientes. 

—La respuesta creo que la tiene...

—¿Quién? —preguntó Wally con demasiada curiosidad.

—¡No dije nada! Será mejor regresar —exclamó Genaro en otro tono.

—Pues, vámonos antes de que el Rómulo se despierte y no la podamos contar. 

—Sí, qué más da —dijo Genaro resoplando de frustración—. Si seguimos aquí puede que ya no salgamos caminando de este pueblo.

Wally, caminando por delante, comenzó a abandonar el taller, mientras que Genaro daba la última ojeada al lugar. Su amigo conservaba la incertidumbre en su rostro, y no tenía la mínima intención de cambiarla por otra más alegre. Pero antes de abandonarlo completamente, algo raro en la tierra activó su curiosidad y detuvo su andar. Una extraña elevación de tierra seca se reveló ante sus pies llamando su atención de inmediato. No dudó en agacharse y dar unos segundos de delectación a sus ojos con la rareza que había descubierto. 

—¡Genaro! ¿No vienes? —preguntó Wally encogiéndose de hombros. 

—¡Sí, ahora te alcanzo. Solo quiero ver esta mierda! —respondió Genaro de cuclillas.

—¡Vamos! —insistió Wally llamándolo con su mano derecha—. Te invitaré una cerveza helada con lo que tenga ahorrado. 

—¡Ahora voy! —concluyó Genaro inmerso en su búsqueda. 

Con la curiosidad encendida y sin que nadie pudiera apagarla, Genaro esperó a que su amigo desapareciera de su campo visual. Luego, se remangó la camisa y, sin una pala cerca, usó sus dos manos, como tenazas afiladas, para cavar en pos de terminar el misterio. Las hormigas de fuego dificultaron un poco su trabajo. La inusual rareza no ofreció resistencia y cedió ante las manos mugrientas y torpes de Genaro, que manosearon una tapa metálica. 

—¡Eureka! —exclamó Genaro con regocijo auténtico. 

En efecto, una cubierta metálica y oxidada subyacía debajo de todo ese mazacote de tierra húmeda. Su idea de destaparla con las manos ya había fracasado rotundamente. Siguió extrayendo tierra hasta que sus largas uñas descubrieron un pequeño candado corroído muy bien adherido a la olla, y con una clara intención de no entregarse tan fácilmente. 

Tan solo ver la olla hizo que su interés llegara a su punto álgido. Sin pensarlo dos veces, cogió un martillo y, con una media sonrisa dibujada en su rostro, comenzó a machacarlo hasta despedazarlo con un par de certeros golpes. El candado murió ante la cara de satisfacción de Genaro que tiró el martillo a cualquier parte, sin importar que esta terminara en la cabeza de un campesino o un terrateniente.

Su emoción descontrolada al destaparla, provocó que se golpeara la nariz: por la expresión de su rostro y el movimiento de su cabeza hacia atrás, el golpe había sido muy duro. Sin que eso cambiara su entusiasmo, acercó sus ojos a la olla con expectación. El interior del recipiente no lo decepcionó: el amplio boquete, donde podía caber toda su cabeza, dejaba ver un abismo profundo. Los contornos corroídos le daban a entender que un líquido había arrasado con la superficie inferior. El agujero profundo lo dejó pensando durante unos largos minutos.

Insecto letal ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora