Capítulo 10

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Con la adrenalina en su punto álgido, Asbel se movió por medio del puntiagudo pasto que crecía sin control alguno. Su miedo lo llevó trastabillando hasta la vieja e inútil remolcadora de madera. En principio, fue una buena idea, pero en sus planes no estaba atorarse con un clavo torcido y llevarse una contusión en la otra mano. 

Su corazón parecía sosegarse y sus ojos curiosos daban otra ojeada hacia los alrededores. Con las pocas hojas secas que había, se limpió el lodo espeso de su harapiento vestuario que ya poco le faltaba para terminar como limpiador de vehículos. De entre medio de la maleza punzante, se movió a gatas hasta que sus enlodadas sandalias se sintieron cómodas al pisar nuevamente la tierra áspera. 

Un camino recto de retorno lo separaba de su acogedora choza para reencontrarse con su tío imperfecto. Se armó de valor y liberó la gallardía oculta que pusieron a trabajar sus pies a paso rápido. Voltear atrás era una decisión lapidaria. 

Aún así, sus planes sufrieron un pequeño percance sonoro al escuchar una voz desconocida que él quería evitar a toda costa. 

—¡Hey, niño! —gritó un hombre de chaqueta desde la puerta de la casa de Don Esteban. 

Al oírlo, Asbel, sin voltearse, siguió su marcha sin aminorar el paso a tal punto de levantar el polvo con sus crecientes uñas. Sus ojos se fruncieron y sus manos apenas se movían. Su mente le decía que no debía correr, pero sus piernas desobedecieron aquello y aceleraron. El hombre dejó de insistir pensando que el muchacho tenía necesidades fisiológicas. Asbel se mandó una maratón rural y, como recompensa, su casa saltaba a la vista.

Al llegar, frenó en seco antes de impactar y entrar de forma incorrecta a su casa. Al incorporarse, sintió que su corazón se le escapaba nuevamente. Lo único que quería era un lugar suave para poder reposar. Por suerte, le quedaba una pizca de fuerza para abrir la puerta. Dio un paso y vio su cama, pero, al oír un ruido afuera, se zambulló por debajo de él para preservar su escuálido cuerpo. Luego, cerró los ojos y pidió a los santos que todo lo vivido no fuera a tener consecuencias, como terminar en un juzgado con medidas cautelares. 

Pasaron un par de horas, y el cielo parecía reacio a oscurecerse. Asbel aún seguía debajo de su cama en compañía de sus sábanas y los nervios que se negaban a capitular. Sin darse cuenta, la modorra invadió su cuerpo por los innumerables problemas que ya no cabían en su cabeza y reclamaban más espacio. Recostó su quijada y se entregó al sueño.

Las horas pasaron volando hasta que el sol nuevamente se puso a trabajar. Había mucha tranquilidad en la casa. Solo su tío podía arruinar su momento. Y eso mismo fue lo que pasó cuando el susodicho cerró la puerta con bronca y acabó con su ensoñación. Wally había llegado de forma abrupta y no se veía nada bien por la expresión de zozobra que reflejaba su rostro grasoso. Inmediatamente, su tío comenzó a llamarlo sin mencionar su nombre: era como si se le hubiera olvidado a propósito. En tanto, Asbel salió de la cama al oírlo berrar como animal. Por la actitud de su tío, dedujo que traía más problemas relacionados con el alcohol o con el dinero. Su extraño comportamiento era semejante a alguien que acababa de ver al mismísimo demonio en persona. 

—¿¡Qué pasa!? —preguntó Asbel viendo a su tío pegado a la pared con la vista en su ventana. 

—¡Asbel, agáchate! —gruñó Wally a punto de darle un preinfarto.

Asbel miraba sorprendido como su tío acercaba sus ojos temerosos y enrojecidos hacia la ventana, como si su vida dependiera de lo que hubiera allá afuera. Lo último que le faltaba por hacer en su miserable vida era ocultarse como perro. Esto fue un golpe de gracia para Wally. 

En efecto, una persona lo esperaba afuera y no necesariamente para darle dinero. El hombre era un latifundista aborregado a las órdenes de un déspota capataz. Era un tipo fortachón que lucía un vestuario algo descolorido y deshilachado. Su rostro sombrío se ocultaba bajo un pulcro sombrero con un penacho llamativo. Y una de sus manos no estaba desocupada porque sostenía con gran orgullo un revólver Colt cuarenta y cinco. 

—¡Sal de ahí, payaso! —gritó el campesino con vehemencia—. ¡No estoy jugando... Así que es mejor que salgas antes de que mi arma te lleve al infierno!

No hubo respuesta alguna. Wally y Asbel yacían como maniquís evitando hacer el más mínimo ruido posible. 

—¡Hoy no estoy tacaño con las balas! ¡Sal por tu cuenta o saldrás en camilla! 

El hombre se dio cuenta de lo ridículo y extraño que se veía hablando solo al no oír ninguna respuesta. El sujeto cerró la boca, sacó munición de sus bolsillos y luego comenzó a alimentar a su revólver. 

—¡Te doy tres segundos para que saques esa panza de jabalí!

Insecto letal ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora