Capítulo 20

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Llegada la mañana, el señor Rómulo alistó sus valijas en su destartalado Ford 1966, que antes usaba para transportar el follaje. Luego de un suspiro, dio una ojeada panorámica al pueblo siendo. El cielo se iba encapotando y su sombra ya lo había abandonado. La mayoría de los pobladores habían huido de sus casuchas al propagarse la noticia sobre el insecto letal. Literalmente, estaban en un pueblo fantasma. 

—¡Asbel, Asbel, despierta! —gritó Rómulo trayendo una caja de explosivos. 

Asbel se levantó por sus berridos y se alistó de forma meteórica. 

—Buenos días... 

—¡Vamos, chiquillo! Trae tu maleta, que pronto saldremos. 

—Sí, señor. 

Rómulo colocó el explosivo meticulosamente en el surco donde se hallaba la ya destruida cacerola de Alberto. Ahí la plantó y luego la cubrió de tierra hasta crear un pequeño montículo, que dejaba la mecha al aire. 

Asbel llegó y colocó su maletín en la camioneta. Inmediatamente, oyó la voz de Rómulo que lo llamaba. 

—¡Listo, Asbel! —dijo Rómulo dándole el encendedor—. Tienes diez segundos para volver a la camioneta antes de que se consuma la mecha y estalle. 

—Sí, Don Rómulo. No se preocupe —respondió Asbel con cierta inquietud. 

Un estrecho y largo camino terroso, de casas aledañas al sur, los separaba de la carretera principal. Los insectos debían llegar allí. Si su plan fallaba, la muerte lo esperaría con los brazos abiertos. Rómulo se santiguó y siguió adelante. 

Don Rómulo subió al motorizado y le dio una señal a Asbel, que se encontraba cerca de la dinamita. 

—¡Asbel, a la cuenta de tres! —gritó Rómulo desde su ventanilla. 

—¡De acuerdo, señor Rómulo! 

Rómulo encendió en Ford, ajustó su retrovisor y luego gritó: 

—¡Tres, dos, uno...! ¡Enciéndelo! 

Asbel dio fuego a la mecha e inmediatamente se levantó con un cúmulo de nervios que se concentraron en sus pies. No había avanzado mucho cuando ya besaba la tierra con la caída. El moretón que se ganó era lo de menos ante la inminente explosión. 

—¡Asbel, corre! —gritó Rómulo con desesperación. 

Adolorido, Asbel corrió hasta el vehículo y se abalanzó hacia la parte de atrás, junto al equipaje de Don Rómulo. Inmediatamente, Rómulo arrancó el motorizado levantando mucha polvareda. Tan solo tres segundos después de haber partido, la dinamita estalló produciendo un estruendo que estremeció el vehículo. 

Acto seguido, una columna de chulpas voladoras emergió en tromba del agujero, y se propagaron por los alrededores, cayendo a las chozas. 

Asbel miraba con horror como miles de insectos seguían saliendo del agujero. Ante tal espectáculo aberrante, solo llegó a cubrirse los ojos para evitar las náuseas. Los insectos se fueron acercando peligrosamente a la camioneta. 

—¡Asbel, tienes que entrar! —gritó Rómulo desde la ventana. 

El destartalado vehículo avanzaba muy despacio. Acelerar más provocaría que el motor comenzara a renegar y a humear por el radiador. 

—¡No voy a poder! —gritó Asbel en un rincón del vehículo. 

Rómulo abrió la puerta y la trancó con una llave trece para que se mantuviera quieta. 

—¡Ahora puedes hacerlo! —gritó nuevamente. 

Una lluvia intempestiva comenzó a caer. La tierra se convirtió en lodo. 

—¡Ya no queda tiempo, Asbel! —gritó Rómulo—. ¡Tienes que entrar ahora! 

—¡Lo intentaré! 

Asbel se instaló en el extremo derecho del motorizado y estiró su pie derecho para bajar al asiento. Un sacudón súbito estremeció el vehículo: Asbel resbaló y fue lanzado hacia la puerta. Caer, hubiera adelantado la cena de las hienas. Con los nervios a flor de piel, Asbel se sujetó del metal oxidado de la cabina. Rómulo extendió su elástico brazo derecho y Asbel se sostuvo de él y dio un salto hasta el asiento. 

Estando ya sosegado, Asbel descubrió con espanto que una chulpa muerta descansaba en sus piernas. 

—¡Aghgggggh! —gritó Asbel con intención de salir afuera. 

—¡Calma, chiquillo! —replicó Rómulo con voz serena—. Esta chulpa ya está muerta. 

—Qué alivio... 

A poco de llegar a la carretera, una de las llantas se topó con una zanja de fango. El motorizado quedó atascado en el lodo y, por más que intentara avanzar, solo hacía que sus ruedas traseras patinaran escupiendo lodo por el guardabarros. 

—¡Esto solo debería pásame en mis sueños! —protestó Rómulo. 

—¿¡Ahora qué haremos!? —dijo Asbel tiritando de miedo. 

—Saldré a empujar y tú aceleras cuando te ordene. 

—¿¡Qué!? 

—¡Es la única manera para poder zafar! Siéntate en el volante y espera. 

—Pero... Bueno. 

Rómulo cogió una vieja lámpara de queroseno y lo encendió. Se puso el impermeable, se ajustó la capucha y salió a la intemperie. 

Inmediatamente, las chulpas se aglutinaron en la lámpara, dejando libre a Rómulo para maniobrar. 

—¡Asbel, acelera, acelera! —gritó Rómulo empujando el vehículo. 

Antes de que pudiera responder, un hombre agonizante rompió el vidrio. El individuo con la mitad del rostro carcomido por una necrosis, abrió la boca y vomitó un insecto muerto. Aterrorizado, Asbel pisó el acelerador liberando al vehículo del atasco con la ayuda de Rómulo y, de paso, decapitando al hombre con el retrovisor lateral. 

En ese momento, Asbel se dio cuenta que el freno ya no le respondía. Sus pies habían abusado del acelerador a tal punto que el vehículo se condujo solo ante su asombro. El vértigo le quitó la capacidad para reaccionar, por lo que se cubrió los ojos ante una inminente muerte. El Ford atravesó la carretera y se introdujo a una zona vasta de vegetación que medía casi un metro y medio. El vehículo se detuvo al impactar con un quebracho y Asbel se ganó un hematoma. Salió del vehículo y buscó a Don Rómulo. 

La neblina, a causa del aguacero, no dejaba verlo por ninguna parte, mas solo a un centenar de insectos que yacían muertos en el lodazal. No había rastro de Don Rómulo ni siquiera su cuerpo occiso se hacía ver. El muchacho perdió toda esperanza de encontrar al hombre que lo había salvado. 

De pronto, su voz se oyó cerca. 

—Esta es la razón por la que deberías tenerle más miedo a una dinamita que a un insecto —dijo Rómulo mostrando su mano derecha—. Mi uña me abandonó hace un año. 

—¿Don Rómulo? 

—¡He vuelto, chiquillo! —gritó Rómulo que se encontraba sentado en la parte de atrás del vehículo. 

—¿Don Rómulo? ¿No le pasó nada? 

—Sigo en una pieza, chiquillo. Soy de hierro —Rómulo sonrió por segunda vez en dos días. 

—¿Cómo lo hizo? —exclamó Asbel incrédulo. 

—Pues... Antes de que cayera, la gasa de mi dedo se enganchó en el metal corroído. Así pude subir y ponerme a salvo. Por poco no lo cuento. 

—¡Quiero saber más al detalle! 

—Claro, chiquillo, pero antes necesito un café y unos panes horneados... Vamos a mi casa. 

—Creo que ahora le tengo más miedo a usted que a las chulpas, Don Rómulo. 

Insecto letal ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora