Capítulo 6

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Con un pedazo de madera, Asbel trancó su vieja puerta porque un candado ya no le daba seguridad. Dio un suspiro para relajar su corazón y puso a trabajar sus piernas. Las gallinas y los cerdos, que moraban por el lodo, se espantaron al verlo. El muchacho superó la pequeña zanja que separaba su choza con la de Don Severino, pero sin poder evitar recibir unas cuantas salpicaduras de barro en su ropaje: atravesar ese escollo era un juego de niños donde siempre salía victorioso. Ahora no le quedaba más que aceptar que había perdido su invicto. 

Aquel pequeño lapsus en el lodo fue cambiándole el rostro de sereno a timorato. Sus propios pensamientos se burlaban de él y transformaban a Don Severino en un hombre siniestro y oscuro, aparte de llevar un objeto punzocortante en la mano, listo para aderezar con su sangre. Sus prejuicios, como carros de combate, bombardearon su mente a tal punto que, al dar el último paso para llegar, trastabilló con una inofensiva piedra; su rostro se desencajó al ver que un pequeño riachuelo le daba la bienvenida. No había nada que hacer, más que aguantar la caída y rezar a los santos que no volviera a casa con la nariz constipada.

El mugido ensordecedor de las vacas animó a Asbel a levantarse sin perder la calma o desistir ante el objetivo de acercarse, por lo menos a la puerta. Esperaba no tener que salir huyendo tan solo ver los zapatos de aquel hombre. Exprimió las partes mojadas de su vestuario y se acercó a la puerta mostrándose perturbado, y ya sin el rostro relajado y afable de hace unos momentos. Caer y mojarse en el riachuelo fangoso estaba en su lista negra. 

Como no había piedras pequeñas, agarró una grande y tocó la puerta que, con un golpe más, se caería y le ahorraría el trabajo a las termitas. Sabiendo eso, sus manos tuvieron compasión con la puerta desencajada que mostraba estrambóticos orificios por los contornos. Era un milagro que los cimientos siguieran sosteniendo la choza del viejo. Su aspecto haría pensar a cualquiera que un ser humano no podría vivir en una vivienda a poco de derrumbarse. Las casas aledañas parecían castillos al verse comparadas con ella. 

Asbel siguió esperando sabiendo que su paciencia era ilimitada. Ya no se atrevía a tocar por miedo a dejar al carcamal sin puerta o terminar con guantes de telarañas. Para erradicar el aburrimiento se puso a molestar a una hormiga negándole el paso una y otra vez hasta el hartazgo. Luego, vino una araña segadora y se la comió. 

Cuando el aburrimiento estaba por volver, súbitamente la puerta comenzó a chirriar y a moverse como si estuviera poseída. Asbel se levantó nervioso y se mantuvo a una distancia algo lejana de la zarrapastrosa puerta. Luego de un último chirrido, la misma se desatascó e increíblemente no se cayó. La puerta se fue abriendo muy despacio y Asbel se fue alejando sin darse cuenta que ya había aplastando a la araña. 

Finalmente, de esa lúgubre oscuridad penumbrosa, no salió un fantasma, sino un hombre avejentado y de una contextura esbelta; ataviado con un mugriento y deshilachado overol que pedía encarecidamente un buen sastre. Su rostro vetusto y aspecto desaliñado, mostraban a un hombre inofensivo y campechano; lo opuesto al hombre siniestro que había imaginado en un principio. Al verlo, inmediatamente su mirada no se despegó de la enorme verruga que sobresalía de su arrugada frente: el hombre necesitaba una planchada.

—¿A quién buscas, hijo? —preguntó el anciano rascándose una ceja, casi rozando su verruga. 

Asbel se sintió aliviado de que su mano no llegara hasta su verruga. Por lo que sus náuseas se mantenían muy lejos, aunque no podía evitar imaginar todas las protuberancias que el hombre podría esconder bajo sus harapos. 

—A Don Severino, ¿es usted? —preguntó Asbel con mucha vergüenza. 

—Si, solo cuando tengo la barriga llena —respondió el anciano con picardía. 

Asbel se quedó en silencio esperando a que el anciano jocoso siguiera hablando; pero luego de aquella frase clausuró momentáneamente su boca. Con eso, el muchacho tenía que hablar obligadamente. Sus palabras estaban listas para salir de su boca. Pero, a último momento, lo abandonaron y lo dejaron a merced del silencio incómodo. El hombre parecía que iba a decir algo, pero sus labios lo engañaban una y otra vez. Uno de los dos debía romper el silencio. 

—No te ves bien, hijo. Pasa a mi acogedora choza y me contarás con calma. 

—Gracias, señor —replicó Asbel de forma escueta y con la cabeza gacha. 

—Sígueme por aquí, hijo. 

Dicho eso, el anciano se dio media vuelta y caminó muy despacio debido a su avanzada edad: un tropezón convertiría el suelo en su tumba y eso era algo que quería evitar. Asbel, cohibido, ingresó a la choza detrás de él. A medida que avanzaban por el estrecho pasillo de adobe, la funesta oscuridad se arrodillaba ante una débil luz de fondo. Al llegar al lugar de reposo del viejo, sintió cómo si hubiera viajado en el tiempo. El silencio estaba en pausa porque "El sol siempre brilla en la televisión" sonaba en la grabadora del hombre.

Insecto letal ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora