Con el tío vendado, Asbel alistó la oreja para escuchar algo importante.
—¡Asbel, tengo que contarte algo! —dijo Wally haciendo muecas que daban a entender que habían nuevos problemas para estrenar.
—¿Se tropezó con una botella de alcohol?
—¡No! ¡Me robaron la carreta y las yeguas!
—¿Nada más? —preguntó Asbel.
—Si, solo eso.
—No me sorprende —replicó Asbel a punto de dejar hablando solo a su tío—. Uno de estos días iba a pasar. Acuérdese que primero fue la carretilla y así fue aumentando de tamaño y valor.
—¿Qué te he dicho de dejar lo pasado atrás?
—Está bien. Olvidaré todos sus desaciertos y todas sus borracheras.
—¡Así me gusta, muchacho!
—Tío, ya no hay repelente para insectos.
—¡Miércoles! —exclamó Wally—. ¡No es mi culpa que le temas a esos bicharracos!
—Si hace calor, puede que me encuentre con otra sorpresa desagradable, y no quiero eso.
—No hay plata, Asbel. Y lo peor es que tengo una pequeña deuda.
—No hay plata para un repelente, pero si para beber...
—Repíteme eso que no escuché.
—Quise decir, ¿qué vamos a hacer?
—¡No lo sé! —exclamó Wally con frustración—. La tierra está árida, no podemos vender al cerdo, y las vacas no darán leche hasta el otoño. Lo único que nos queda por hacer es...
—¿Qué cosa?
—Prestarnos algún dinerillo.
—¿Otra vez? ¿Ahora de quién?
—De quien sea. Lo importante es que comamos. Así que preocúpate solo de eso.
—Está bien.
—Así que ahora mismo irás a prestarte dinero del señor Rómulo.
—¿Qué? Pero ese señor es un viejo cascarrabias.
—Puede que sí, pero ese vejestorio debe tener sus centavos ahorrados.
—Pero...
—¡Anda de una vez! Y si te invita el desayuno, mucho mejor. A ver si me traes algo.
—¿Desayuno?
—¡Muévete! ¿Qué estás esperando? ¿La bendición?
—Ya voy.
Sin más que decir, Asbel partió, como un velocista jamaicano, rumbo a la vivienda de Don Rómulo. El muchacho era consciente de que el hombre no estaría de buen humor, aunque casi nunca lo estaba, a menos que le pagaran por sonreír.
Mientras caminaba, su mente se llenaba de ridículas suposiciones sobre aquella rabia andante que conocían como Rómulo. La realidad era que en aquella casa de dos plantas habitaba un hombre de fuerte carácter, y siempre el aire se enrarecía por su mal humor. Incluso, algunas personas evitaban pasar por ahí por miedo de llegar a sus casas con la autoestima baja. Pocos se atreverían a toserle a la cara y vivir para contarlo.
El camino recto hasta la vivienda del temido hombre, se tornaba escabroso y desigual. Parecía que había arenas movedizas por doquier, y en vez de mirar al frente debía mirar abajo por si las dudas. Un terreno accidentado a la medida de Don Rómulo. La flora autóctona, a los alrededores, era exuberante y espesa: demasiada para un pueblo donde había más cabras que personas. Ver plantas silvestres y animales no era un espectáculo divertido para sus ojos, pero sí para sus oídos. Sus piernas apenas se empezaban a cansar cuando notó la casa de Don Rómulo y, de paso, vio al guiñapo de Johnny, su fiel amigo, que con una seña le decía que tenía sed de revancha por volver a jugar a las canicas.
—Mi padre me compró más canicas —dijo Johnny y se las mostró.
—¡Regálame unas cuantas! —dijo Asbel con ahínco.
—¿En serio, ya no tienes?
—Es que me ganaron y otras terminaron bajo los pies de mi tío.
—¡Bueno, que sea la última vez!
—Vale.
—Vamos más allá, que la tierra está mejor —dijo Johnny con el dedo índice levantado.
—Pero está muy cerca del señor Rómulo y tú sabes que es malo.
—Solo será un rato, vamos.
—Porque siempre me convences...
Hacer cualquier cosa era mejor que ver al señor Rómulo iracundo. Ambos, retozando de júbilo, se asentaron en un pedazo de tierra, cerca de una empalizada y a unos cuantos metros de la puerta del energúmeno. La tierra, que yacía un poco húmeda, era ideal para matar el tiempo.
Al cabo de varios minutos, ambos se negaban a abandonar el terruño de Don Rómulo. Las canicas hacían que el reloj fuera solo un artilugio inútil. Pero esas carcajadas altisonantes se esfumaron en un tris al escuchar los gruñidos apocalípticos del hombre, en clara muestra de haber subastado su indulgencia. El hombre, que llevaba una venda en el meñique, estallaría como una dinamita en cualquier momento. Solo faltaba que alguien encendiera la mecha.
—¡Qué carajos hacen aquí, mocosos! —gritó Don Rómulo con esa voz ruda que parecía como si se hubiera tragado un megáfono.
Cinco palabras bastaron para que ambos suspendieran su juego y prepararan la retirada: la amenaza no era un animal salvaje, pero, aún así, el señor Rómulo intimidaba más que un bulldog con rabia.
Mientras recogían sus canicas, habían ignorado la presencia de una chulpa que se había encariñado con el zapato derecho de Don Rómulo.
—¡Vámonos, vámonos! —gritó Johnny tomándose su tiempo para recoger todas sus canicas sin importar que ponía en peligro su autoestima.
Seguir a su amigo Johnny era la opción ideal. Por otro lado, estaba su tío que igualmente se pondría furibundo al no ver a su sobrino y, más aún, no ver el dinero que debía prestarse. Su mirada solo vio un camino: el de vuelta. El miedo le daba más fuerza para llegar pronto a la choza.
Corriendo más de la cuenta, Asbel llegó a la casa con una taquicardia en plena faena. Inmediatamente, recayó en una piedra aplanada y puso su cuerpo a reponer fuerzas. Con una distensión muscular de por medio, comenzó a darse valor para inventar una excusa sobre el dinero, y así evadir las represalias de su déspota tío. Decirle la verdad era lo ideal, pero su vida estaba primero.
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Insecto letal ©
HorrorAsbel le teme a los insectos. Cada noche, los escalofríos juegan en su contra. Pero cerca de su casa, un extraño suceso le provocará más que un simple escalofrío. La historia transcurre en un pueblo ficticio, pero está inspirado en miedos y experien...