Capítulo 8

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El camino de ida hacia la casa de Don Esteban, era pan comido para sus piernas vagas que por poco se duermen por estar varias horas en un taburete. Su andar se fue convirtiendo en una pasarela salvaje, donde la creciente vegetación era el público con forma de helechos, beleños, arbustos de guayabas y plantas silvestres que opacaban la presencia de los animales. Las chozas eran la compañía de la maquinaria agrícola, como tractores, cosechadoras y trituradoras de caña. A los lejos, los peñascos daban la bienvenida al muchacho. Los vestigios, de pisadas de animales, le recordaban a su tío. 

Las nubes hacían su oficio como de costumbre. Al poco rato, estas nubes entraron en paro y el cielo se oscureció y, como consecuencia, el aire empezó a golpearle a la cara y eso no era nada bueno para su entusiasmo. Era necesario caminar más rápido para evitar que la lluvia se le adelantara. 

El silencio llegaba hasta su máxima expresión y lo único que su órgano auditivo escuchaba eran sus pisadas y la tierra que parecía un campo minado. La repentina oscuridad, mezclada con el silencio, volvían el lugar funesto y desolado. El croar incesante de las ranas y grillos se veían opacados por su sonoro caminar.

El ambiente era intimidante, pero apacible. A excepción de una que otra chinche apestosa que se pegaba como un adhesivo en sus ropajes. Un basural inmundo fue el último escollo, por lo que aguantó la respiración para vencer al hedor que espantaba hasta las moscas.

De pronto, unos abejorros hicieron acto de presencia; su objetivo era darle una bienvenida punzante. Uno de ellos pasó rasante por su oreja, dejándole un recuerdo sonoro que sacudió sus tímpanos. Ante la actitud de los insectos voladores que se acercaban para aterrizar en su ropaje, el muchacho corrió erguido el último tramo.

A lo lejos, vislumbró la vieja remolcadora repleta de musgo y ocupando, como casi siempre, espacio útil a lado de la casa de Don Esteban. De aquel lugar, salían una veintena de variopintas moscas dispuestas a armar un picnic. Una retroexcavadora descansaba en un área verdeante, en compañía de un gran montículo de arena y piedras. Lo extraño era que las casas aledañas lucían cerradas cuando siempre solía estar alguien desparramado en el suelo. 

Estando a unos metros de la choza, Asbel aflojó el acelerador y comenzó a aclimatarse al ambiente que le decía que se diera media vuelta. Como un zumbido en su mente, las palabras de su tío lo empujaban para que fuera a la puerta. Su tío era más intimidante en su cabeza.

En este lugar no existía el vocablo "acogedor", pero sí tenebroso. El viento se iba volviendo agresivo y hacía despegar del suelo, papeles viejos y bolsas rotas que volaban como unos cometas sin cuerda. Las latas viejas se regocijaban por el ventarrón que las movía de forma tambaleante hasta que desaparecían rodando. La tierra, peligrosamente, se levantaba hacia la humanidad de Asbel. 

Asbel dio las últimas zancadas para llegar a la puerta del señor Esteban. Con total nerviosismo, se paró en frente de él y comenzó a usar los nudillos para tocar. Pero, al instante, se dio cuenta que esta no estaba cerrada del todo y, tan solo con un empujón suave, podía abrirla y adelantarse al señor que de seguro yacía en su cómodo sillón. 

—¡Don Esteban! —gritó Asbel y se percató de la oscuridad que cubría sus aposentos. 

Asbel introdujo su cabeza junto a sus manos que temblaban mucho. Luego, empujó la puerta al ritmo del temblor articular de una de sus manos. La oscuridad lo perturbaba, y sus peores pensamientos saltaban a su cabeza con terquedad. Huir haciendo un escándalo, volvía como una opción razonable si tan solo escuchaba algún ruido anormal. Pero Asbel haría todo para no recibir un sermón de su tío, aunque era consciente de que poner un pie dentro era irreversible. Decidió arriesgarse e instalarse en la entrada. El aspecto precario de la casa presagiaba la presencia de insectos

—¡Don Esteban, vengo de parte de mi tío! —Asbel sintió que su voz se le escapaba a último momento.

Poner un pie dentro y no ver un insecto, fue un gran avance. Lastimosamente, su ímpetu se fue enfriando al percibir un olor malsano. El hedor fue demasiado para su nariz, por lo que se la cubrió. Aquel olor mefítico era similar a la carroña: el hedor vencía por poco a las cloacas de las alcantarillas. Hacía falta luz para asesinar a la oscuridad que, en cualquier momento, le provocaría un tropiezo. Su miedo lo exhortaba para que se diera media vuelta. Pero ya no había marcha atrás.

Insecto letal ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora