Epílogo

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Tras ponerse de pie, creyendo que lo había solucionado, su bidón de gasolina se rebeló y provocó que tropezara con él y fuera expulsado hacia la sierra circular. La sierra acabó cercenando el antebrazo izquierdo y casi su cabeza. Agonizando, Alberto terminó desplomándose con su cabeza en dirección al tornillo de banco, y ganándose un severo golpe. 

Su padre Rómulo, que yacía en la cocina, se dejó someter por el hambre, ya que la comida era lo único que podía ponerlo de buen humor, a excepción de prestar dinero. Y como su buen humor tenía fecha de caducidad, se tornó totalmente indiferente a cualquier ruido, estropicio o bomba atómica, y comenzó a asar su gallina recién desplumada. Pero sin saber que a solo metros de su casa, un asesino en forma de máquina para aserrar, estaba fileteando a su primogénito.

Al cabo de unos largos minutos, Alberto recobró el sentido y, con un poco de energía, apareció de pie. Por segunda vez en la noche, su cara se llenó de horror al ver su brazo rebanado con claros signos de necrosis, y ya sin ninguna posibilidad de reimplante. Las moscas amontonadas se peleaban por la carne de su brazo. Con algo de energía dosificada, trató de abrirse paso por el pastizal verdeante para pedir ayuda. Pero sus rodillas languidecidas le desobedecieron y, mirando al cielo, esperó la ineluctable muerte. 

El tiempo transcurría de forma inexorable y su final estaba cerca. Sus intentos de ponerse de pie habían fracasado miserablemente y lo único que quería en ese momento era pedir un par de plegarias a los santos; pero recordó que le faltaba una mano. Para colmo, escuchó unos susurros a lo lejos. Alberto quedó de rodillas rindiendo pleitesía a un insecto que moraba por el taller.

En medio de la oscuridad y como un fantasma, su amigo Esteban, con rostro diablesco, apareció en lugar con más ganas de enterrarlo que ayudarlo. 

—¡Te encontré, canalla! —exclamó Esteban con voz de ultratumba. 

—¡Ayúdame, cabrón! —respondió Alberto con desaire—. Me estoy muriendo. 

—¡Es lo que te mereces por robarme! —exclamó Esteban soltando una risa malévola—. Yo agilizaré tu paso de vivo a cadáver. 

—¡Maldito hijo de...! 

—Pero antes, te presento a mi mascota.

De inmediato, Esteban presentó a su mascota: una motosierra Husqvarna que tenía ganas de ser estrenada. Su dueño cerró la boca y dejó hablar a su mascota que, al encender su motor, produjo un ruido ensordecedor semejante a la de una motocicleta.

Acorralado, mudo y con las esperanzas esfumadas hace ya rato, Alberto se dejó llevar por sus pies a su suerte. La Muerte se estaba tardando en llegar, y su impuntualidad ya lo estaba matando por dentro. 

—¡Acércate que te quiere saludar! —exclamó Esteban con mirada insidiosa. 

—¡Jódete, cabrón! 

—¡Le voy a dar simetría a tu cuerpo! —masculló Esteban. 

Alberto escondió su mano, pero  la motosierra la encontró y le rebanó el antebrazo y Alberto lo celebró con un grito tremebundo que no era suficiente para traer a Rómulo. 

Luego de seccionar el brazo, Esteban lo recogió y empezó a golpearlo con su propia extremidad hasta desfigurarle parte del rostro. 

—¡Yo no te estoy golpeando, es tu mano! —exclamó Esteban dándole manotazos con un brazo que no era suyo.

—¡Cabrón, si yo me voy tú también te irás conmigo! —dijo Alberto escupiendo una pequeña cantidad de sangre. 

Esteban tiró el brazo muerto como si fuera una piedra, y luego dijo: 

—¿Tus últimas palabras, Alberto? 

—¡Musaraña! 

—¿Seguro? ¡Esa palabra podría estar en tu epitafio! —exclamó Esteban—. Bueno, terminemos con esto. 

—¡Púdrete maldito! —gritó Alberto.

—Pásala bien allá en el infierno. Me saludas a Erwin Rommel de mi parte. Chau. 

Luego de la despedida protocolaria, las manos de Esteban prepararon la motosierra con el objetivo de partir en dos a Alberto y así ser más alto que él. Las cuchillas fueron tan rápidas que Alberto se tragó su propio grito de dolor. El muchacho veía perplejo cómo se desplomaba como un árbol recién talado. Sus brazos aún se mostraban esperanzados de poder huir, pero la muerte le pisaba los talones. Su rostro ya desahuciado era la antesala para convertirse en un occiso más. El shock hipovolémico hacía de las suyas y sus órganos e intestinos desalojaron su cuerpo y conocieron la tierra. El apacible taller conoció la muerte y Esteban conoció un cadáver. Pero jamás imaginó que sería el de su mejor amigo.

Un insecto fue testigo del horrendo crimen, pero se tornó indiferente a la carnicería y prefirió escabullirse por debajo de la tierra: ya no saldría más.

Fin.

Insecto letal ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora