34. Sacrificio

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Aquel día, en el que pretendía escapar, pero todo se había arruinado, Francesca guió a Tommaso a la habitación, como lo habría hecho con cualquier hombre que atentara contra su vida, o la de sus seres queridos

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Aquel día, en el que pretendía escapar, pero todo se había arruinado, Francesca guió a Tommaso a la habitación, como lo habría hecho con cualquier hombre que atentara contra su vida, o la de sus seres queridos. Lo hizo como cuando debía sobrevivir a los hombres del convento, y a veces también a las mujeres del mismo.

Jamás, bajo ningún concepto, pensó en aprovecharse de su encanto y enorgullecerse de ello. Tenía presente ser inmoral y cobarde. Algunos la creían sagaz, porque de este modo se libraba de castigos, eso no tenía nada de perspicaz. Lo que hacía, lo ha­cía por su deseo irrefrenable de vivir, y ante el terror de ser he­rida, cedía, siempre consentía abominaciones de todo tipo.

En su cabeza no encontraba otra chance, tal vez era porque no era tan inteligente como la creían. Escapar no podía, sus piernas eran cortas y poco ágiles, su cuerpo no estaba capacitado para defenderse de un hombre de tal fuerza, necesitaba una salida urgente y segura. Su belleza era su don y su arma.

Tommaso soltó su brazo, el cual había presionado con fuerza hasta dejarlo amoratado. Ella temblaba del terror que le causaba la sola idea de que asesinaran a Sara, que lo hicieran sin piedad delante de sus ojos. El sudor frío recorría su piel y su respiración era cada vez más dificultosa.

—Francesca, Francesca... —repetía ese tipo, relamiéndose los labios, mirándola cual presa—. Te he observado todo este tiempo imaginándome este momento. Nuestro momento.

Ella tragó saliva y limpió sus lágrimas. Él se acercó a su ros­tro para poner sus labios sobre los de ella, así besarla con ganas insaciables, lujuriosas, jalando su cabello hacia atrás, recorriendo su cuerpo, aprisionándola con su calor.

La lengua de Tommaso no se daba por vencida, entraba en su boca causándole repulsión. A Francesca no le molestaba entregar su cuerpo, pero un beso era algo que idealizaba como romántico, ahora su boca estaba sucia también.

Las manos del muchacho volvieron a querer deshacer su ropa, pero esta vez lo lograron por completo. Parada y desnuda, ante su lasciva mirada, Francesca tiritaba. Él, sin apartarle la vista, se desnudó, y no esperó para lanzarla a la cama para colocársele encima como un completo inexperto. A pesar de ello, Tommaso siguió con sus insaciables besos y caricias. No se daría por ven­cido hasta humedecerla para su cortejo.

El cuerpo de Francesca no lo entendía, era algo orgánico im­posible de detener, se estremecía y gemía con él. Puso la mente en blanco y prefirió calmarse, dejarlo ser. Ella escogía esa salida. Él gruñía, bufaba, murmuraba cosas, la rasgaba con violencia; pero sobre todo jadeaba medida que su cuerpo comenzaba a emanar un calor asfixiante, un aroma a transpiración casi per­verso, erotizante.

De haber sido cualquier hombre no se habría resistido, pero todo se volvió extraño cuando su aliento feroz chocó contra sus pechos, a medida que su nariz la respiraba queriendo robarle la esencia. Cuando sus lamidas se intensificaron y sus gruñidos se volvieron inhumanos.

Ofrenda de sangre | Parte IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora