41.Dejar fluir

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Francesca contemplaba su desnudo cuerpo en el espejo de pie de la habitación que había escogido

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Francesca contemplaba su desnudo cuerpo en el espejo de pie de la habitación que había escogido. Luego del baño, pensaba en si era mejor ponerse su sucio vestido o lavarlo en la bañera. No traía consigo una muda, por supuesto. Allí había algo de ropa de hombre, suponía que era de Azazel; quizá si tomaba una camisa no le molestaría tanto. Pese al problema con la ropa, su preocu­pación principal, era la mordiscada sobre su hombro, otra vez perdía sangre. La costra de la misma se había ablandado con el agua caliente, y ahora no paraba de gotear. Era espeluznante, su carne estaba al rojo vivo y dolía demasiado, de hecho, el pade­cimiento nunca se había ido, ya que no contaba con las mordidas de ningún vampiro que la sanase.

Con algo de papel de baño, trató de parar el sangrado, pero todo se volvía peor. El papel se adhería a la herida, y quitarlo era aún más tortuoso.

—Maldita mierda —gruñó dando vueltas a la habitación.

Al final, la joven, decidió improvisar un vendaje con unas medias que encontró en el armario. Asimismo tomó una camisa gris a falta de una negra, en caso de volver a mancharse de rojo. La prenda le quedaba por las rodillas, y de ninguna manera podía verse más parecida a una bolsa de basura, o por lo menos era lo que creía ver frente al espejo.

—Francesca, ¿estás bien? —Víctor golpeó la puerta y la ha­bló sin entrar.

—Sí, sí —dijo ella en un hilo apresurado—. Es solo mi ves­tido, está muy sucio.

—Puedes utilizar mi ropa del armario —le propuso él.

<<¡Un momento! ¿Su ropa?>>

—Sí, gracias —respondió con un tono más tímido que lo habitual.

Un silencio hondo, seguido de unos pasos, la hizo caer en cuenta que su profesor se estaba alejando. Ella se dejó desmoro­nar al suelo, bastante decepcionada. ¿En qué momento se había enamorado de alguien así? Él solo le mostraba indiferencia, dis­tancia, desapego. ¿Debía sentirse ilusionada luego del rescate? No podía estar segura, era muy probable que se tratara de su tra­bajo, su responsabilidad. Tal vez debía dejar de llenar su cabeza de ideas necias. ¿Acaso no aprendía nada de la vida? Por cómo le iban las cosas, el único cariño que podría llegar a recibir de un "hombre" era el un lobo que le marcaba territorio con una mor­dida. ¡Qué desastre! Por suerte tenía amor propio; era leal, la fortalecía y jamás la decepcionaría.

Francesca se abrazó a sí misma y forzó la sonrisa más grande que pudo.

—Todo va a salir bien —se convenció a sí misma—. No volveré al Báthory, no seré una ofrenda. No puedo ser obediente, no después de esto.

—Francesca —volvió a llamarla Víctor.

Esta vez, la muchacha se sobresaltó ¿acaso no se había ido? Ni siquiera lo oyó regresar.

—¿Qué? —preguntó temerosa.

—¿Con quién hablas?

—No hablo con nadie.

Ofrenda de sangre | Parte IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora